La satisfacción mal calibrada
En “Otros Colores”, de Orhan Pamuk, me encontré con una descripción personal asombrosa. El padre del escritor era un hombre tan pleno, que a veces ni siquiera se preocupaba por terminar de leer los libros. No era por desidia, pereza o por culpa de los autores. No, simplemente el padre no estaba ávido del final. No tenía la dolorosa mordida del deseo y, por lo tanto, no lo atravesaba la insatisfacción que según Schopenhauer es la semilla de la infelicidad y de todos los males (el filósofo no había oído hablar de la mafia del poder).
Pero sí, la insatisfacción puede ser un mal bicho. Sin embargo, no estoy segura de que la curiosidad pueda habitar a un ser pleno, y sin la curiosidad estamos fritos. La curiosidad genera búsqueda y la búsqueda trae descubrimientos. La curiosidad permite escuchar y escuchar trae consigo el diálogo y la civilización. La curiosidad es una bella prima del deseo y de la insatisfacción, y si se voltea contra uno mismo, puede generar preguntas tan relevantes como: ¿y si estoy equivocado? ¿Y si no es por aquí?
A mí me da la impresión de que sí, que la sociedad sufre de insatisfacción, pero también de lo contrario: de satisfacción.
Tanto la una como la otra están mal calibradas. La primera está puesta en la propiedad y la acción. Estamos insatisfechos con lo que tenemos, estamos insatisfechos con lo que hacemos. Pero también estamos demasiado satisfechos con lo que somos. Demasiado. Que no nos pidan ser mejores, lo que queremos es hacer, en este momento otra cosa, y tener, en este momento, otra cosa.
Los problemas que eso genera son mayúsculos en el terreno del individuo como ciudadano pues para tener y hacer algo distinto no pretende cambiarse a sí mismo, ahí se siente pleno, y por lo tanto, está lejos de cumplir sus anhelos. Ya se imaginan lo que sigue: no se necesita darle muchas vueltas a la idea para comprender que esto genera sociedades infelices, improductivas y violentas.
Pero en el terreno de lo público es peor. Los ciudadanos han optado por elegir autoridades cuya personalidad, y no sus acciones, los deje satisfechos. Que sea bueno y se peine bien. Que hable inglés y, por favor, español. Que sea honesto y que sea tranquilizador. Que tenga fuerza en la mirada. Que inspire confianza.
Por eso los líderes carismáticos tienen la autopista libre. Basta con escucharlos para saber quiénes son y entregarles el corazón. No importa tanto la política pública como la frase “Yo no digo mentiras”. Es honesto. No es tan relevante la decisión tomada como la promesa tranquilizadora: “Esto va a cambiar”. El líder carismático no tiene que hacer, con que sea, basta. Y para mostrar quién es, la retórica es suficiente: “Yo no soy un cobarde”.
Los líderes carismáticos devienen en autoridades populistas con mucha facilidad por lo anterior. Un líder así sabe que la gente está satisfecha con él en tanto personaje y que sus acciones sobran, opacadas como están por sus palabras, las que forman su carácter.
Él es quien es y por eso fue elegido. Esa es la enfermedad civil de la satisfacción mal calibrada.