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La otra violencia que ni vemos ni nombramos

El otro día, un camión repartidor tapó el ingreso a la cochera de mi edificio. Esperé poco más de cinco minutos, suficiente para acumular una fila de autos detrás que aporreaban el claxon. Cuando apareció el chofer, le pedí que moviera el vehículo (yo estaba molesto). El otro conductor se paró ante mi ventanilla y me taladró con la mirada. Fueron segundos cruciales. Como si él esperara una sola palabra de más, cualquier pretexto insignificante, para lanzarse contra mí. Pude sentir, nada más por la mirada, que mi sola respiración lo enfurecía. 

Hay diversos tipos de violencia como la intrafamiliar, la violencia de género y la derivada de los grupos del crimen organizado. Pero existe otro tipo de violencia de la que se habla poco. De hecho, nadie la mide ni la atiende, y todos estamos expuestos a ella. Hablo de la violencia comunitaria.   

Vivimos un ambiente tóxico comunitario en el nivel macro (delincuencia organizada, criminalidad, violencia homicida), pero en el nivel micro también se percibe una agresividad latente del vecino, el conductor de al lado y una variedad de actores domésticos. Hay una agresividad interpersonal de la que somos parte como agentes y depositarios. Basta cualquier pretexto: un incidente vial, una mirada incómoda, un cambio mal dado… 

Según algunos estudios, la violencia comunitaria es “una disrupción en el orden social de la comunidad, el cual usualmente es mantenido por instituciones sociales como la familia, la iglesia, la escuela y clubes organizados”. Por eso aparece cuando hay un resquebrajamiento del modelo familiar, poca cohesión social y ausencia de buenas relaciones vecinales. Lo más grave es que esta conducta es precursora de otras formas de violencia más extremas.  

Creo que a esto alude el gobernador Enrique Alfaro cuando se refiere a la “descomposición social” que vivimos. Sin embargo, al Estado le corresponde prevenir y atender esta violencia, no sólo denunciarla. 

De hecho, no encontré programas transversales para detectar y atender la violencia comunitaria. El principal problema es que se le considera “un asunto privado” o parte normal de las relaciones conflictivas en una sociedad. Las declaraciones del gobernador sobre la violencia de género como un asunto privado es una vertiente de este prejuicio cuando este tema nos compete a todos. 

Doy sólo tres ejemplos recientes. 

En un video grabado en el estadio Jalisco durante el sábado, un grupo de atlistas y americanistas forcejeaban entre sí. El conato de bronca entre el tumulto reflejaba la tensión y violencia contenida de una olla exprés. De fondo, la voz de un niño gritaba hasta desgañitarse: “¡Chíngalo, chíngalo!”. Finalmente detuvieron a nueve aficionados en un partido que requirió un operativo policial de 850 elementos. 

La misma noche del sábado, en Tlaquepaque, el conductor de un sedán fue asesinado a tiros tras un incidente vial porque se bajó a reclamarle al otro conductor. La víctima tenía entre 25 y 30 años. 

La mañana del domingo, en el tianguis El Baratillo, un comerciante apuñaló a otro tras una discusión relacionada con el lugar que ocupaban en la calle. La víctima sobrevivió y el atacante huyó.   

El punto que quiero compartir es muy simple: la violencia comunitaria está en todos lados, latente y manifiesta. Sólo que ni la vemos ni la nombramos ni la reconocemos. Eso debe comenzar a cambiar. 

Fe de erratas. 

La iniciativa de acuerdo legislativo para analizar un segundo piso en López Mateos apenas se presentó -no ha sido votada- en la Comisión de Gestión Metropolitana del Congreso de Jalisco. Esta precisión hace pertinente aún, y más interesante, la lectura política que ofrecí del tema. Veremos si Priscilla Franco de MC y Chema Martínez de Morena votan a favor o en contra del acuerdo. 

jonathan.lomelí@informador.com.mx

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