La muerte de Sócrates
Uno de los problemas de nuestra época es que hay muchos libros que leer y poco tiempo para hacerlo. Arrastro desde los años ochenta del siglo pasado la “Vida de Sócrates”, de Antonio Tovar, de Alianza Editorial, que compré porque me dijeron que era un magnífico libro. Luego me advirtieron que su autor era “un franquista” y, hasta esta semana, no lo leí. Es una obra maestra, desde luego, y, aunque lo que cuenta ocurrió hace veinticinco siglos, con muchas enseñanzas para este mundo que podría volar en pedazos si Rusia, como parece, invade Ucrania y se arma de pronto y sin quererlo la tercera guerra mundial. Así nacieron la segunda y la primera, sin que nadie las planeara, y sobre todo sin que sus consecuencias -los millones de muertos- fueran previstas.
Nadie sabe exactamente qué pasó y por qué Atenas, que desde los tiempos de Solón era una democracia, llevó a Sócrates a ese juicio. Fue acusado de pervertir a la juventud y de ofender a los dioses, acusaciones que no se tenían en pie porque ese filósofo o santón, que andaba por las calles sin zapatos provocando discusiones por doquier, no hacía daño a nadie, salvo a los envidiosos y a los resentidos, verdes de animadversión con su popularidad y que querían acabar con ella. Tovar dice que Sócrates se defendió muy mal en el juicio, con un discurso deslavazado y que a los muchos jueces que lo juzgaron no les quedó más remedio que condenarlo. Da la impresión de que a él no le importaba morir y que, incluso, buscaba ser culpable de esa feroz y absurda acusación. Platón, el responsable de su gloria póstuma, no acudió el día de su defensa, pues estaba enfermo, y los discípulos presentes se sintieron confusos y decepcionados con las cosas que dijo Sócrates ante el numeroso tribunal que lo juzgó.
Huir era muy fácil y costaba poco dinero, así que su discípulo, Critón, que era rico, se lo propuso, pero Sócrates se negó a hacerlo. Amaba demasiado a Atenas, había combatido en las guerras del Peloponeso contra los jonios, defendiéndola, y enseñado luego, en sus charlas callejeras, que las leyes de la ciudad son sagradas y debían ser respetadas. Por otra parte, estaba convencido de que las sentencias, aunque absurdas, debían cumplirse, porque ese era el mandato de los dioses. Bebió la cicuta con serenidad y se sometió a las indicaciones del verdugo -debía, luego de bañarse, echarse y distender el estómago para que el veneno actuara más rápido- hasta que la muerte le llegó.
Lo que se sabe de él, después de aquella muerte, es vago, especulativo y, en verdad, no se conoce a ciencia cierta lo que ocurrió en esa ciudad donde nació y murió, y la que, casi de inmediato, después de su muerte, entró en una decadencia sin remedio. Tanto que sus adversarios naturales, los espartanos, pudieron invadirla.
Si no hubiera sido por un filósofo, Platón, y un historiador, Jenofonte, y sus fieles discípulos que guardaron y difundieron sus enseñanzas, las ideas de Sócrates hubieran desaparecido. Él no tenía cariño por los libros -en verdad, los detestaba-, porque aislaban al individuo y desaparecía el auditorio. Por eso, prefería la palabra hablada a la escrita. A ello se debe que, aunque no está en debate que era un grande y respetado pensador, no sepamos exactamente qué defendía o atacaba, y que reine sobre su filosofía mucha confusión, pues Platón, que recogió con cuidado sus enseñanzas, no estaba de acuerdo con él en muchas cosas y es posible que, inconscientemente, hubiera atenuado e incluso adulterado su mensaje.
Pero eso no importa gran cosa, porque de Sócrates lo que queda es un ejemplo. Su muerte es mucho más importante que su vida, tal como la conocemos. Al parecer, su esposa, Xantipa, era para él más un estorbo que una compañera; los testimonios de sus discípulos nos dicen que apenas hablaba con ella y lo mismo con sus hijos, de modo que, a la compañía de su familia, prefería las de sus seguidores, la totalidad de los cuales eran hombres. Lo poco que sabemos de él es que era un gran discutidor, un provocador incluso, que desafiaba a sus adversarios para poder dirimir con ellos sus diferencias, y que sus enseñanzas las daba en pequeños círculos de adeptos, evitando las grandes concentraciones de personas, por las que tenía desprecio.
Predicaba el respeto y la adoración a los dioses y trataba a toda costa de conocerse a sí mismo, de manera exhaustiva y sin ocultar a nadie sus defectos; por el contrario, exhibiéndolos. Gracias a estas discusiones públicas, se hizo popular, aunque algunos atenienses lo creían loco. A la vez, tenía muchas dudas sobre sí mismo, una gran desconfianza de su propio talento, de modo que sus enseñanzas las renovaba y desmentía de tiempo en tiempo. Lo realmente ejemplar en él tuvo que ver más con su muerte que con su vida. Ese es el mayor ejemplo que nos ha dejado.
¿Cuántos contemporáneos han sido capaces de imitarlo? Muy pocos. O se trató de pobres diablos, como Hitler, que se mató cuando todas las puertas se le habían cerrado y se exponía a un final más grave y largo que el suicidio. Ni siquiera Stalin y otros bandidos siguieron su ejemplo. En la larga historia de los golpistas militares que arruinaron al Perú y lo saquearon, no hay casi suicidas, y creo que se puede decir lo mismo del resto de América Latina. Como Batista, Somoza, Perón y el resto de los grandes tiranuelos, se aprovisionaron bien de dólares y ellos los esperaban a la salida de la cárcel, para asegurarles una vejez tranquila. No se puede decir que el destino de la Europa Occidental haya sido muy diferente. Los desastres de su historia son abundantes y casi no hay suicidas entre sus dirigentes. Quienes se quitan la vida suelen ser bandidos, empresarios en bancarrota, gentes desesperadas que huyen de la miseria y el hambre.
Sócrates no tenía problemas económicos; por el contrario, sus discípulos solventaban sus gastos y los de su familia, aunque él comía muy poco y no bebía casi nada. Tenía un amor desmedido por Atenas, su ciudad natal, y creía que ella, y todas las ciudades importantes del mundo, desarrollaban paralelamente a su existencia real, un doble o fantasma, todavía más importante que ellas mismas, y a quienes debían los ciudadanos lealtad. Probablemente el grueso de sus ideas no convencerían a nuestros contemporáneos, aunque sólo fuera porque creía en los dioses y en el más allá, pero todo el mundo reverencia la manera en que murió, sumisamente, sometiéndose a un poder que acaso despreciaba, a fin de dar un ejemplo de obediencia a la legalidad a esos jóvenes que lo habían abandonado todo por seguirlo. ¿Qué ejemplo les dio? El que, en ciertos casos, la muerte vale más que la vida, sobre todo cuando se trata de servir a esos dioses ocultos que dirigen la vida humana, o de dar un ejemplo de desprendimiento a los vivientes. Y, sobre todo, el de la dignidad con que se resignó a respetar unas leyes en las que seguramente no creía porque el mundo, o, al menos, la ciudad, debía tener un orden que la hiciera funcionar, una estructura a la que los mortales debían obedecer, aunque fuera contra sus intereses personales, porque era la única manera en que la civilización reemplazara a la barbarie y la humanidad fuera aprendiendo y superándose a sí misma, hasta alcanzar aquella dignidad moral que nos haría superiores.
Esto seguramente no vale hoy, porque gracias a sus bombas atómicas, un puñadito de países podría desaparecernos a todos los mortales y acabar con el planeta que habitamos. Sócrates, cuando bebió la cicuta, esa mañana gris y lluviosa, no pudo imaginar siquiera que, un día, el mundo sería más frágil y vulnerable que aquello que, hace 25 siglos, llamaban civilización.
Madrid, febrero de 2022
©MARIO VARGAS LLOSA/EDICIONES EL PAÍS, SL.