Ideas

La lotería maldita

Los mexicanos llevamos en nuestro ADN, entre muchas cualidades admirables, algunas no tanto, sobre las que vale la pena reflexionar. Una de ellas es la fatalidad. Somos un pueblo fatalista que cree en los milagros y en la justicia divina. Expresiones como, “porque Dios así lo quiso”, “ya estaba escrito”, “no hay remedio”, “lo decidió el Presidente” y “ni le muevas”, entre otras, revelan una notoria incapacidad para ir en contra de “la verdad establecida”: Roma locuta, causa finita. Así, aceptamos con resignación que los hechos son como son y no pueden ser de otra manera.

La ideología es irrelevante. Existen, sí, las creencias. Nuestra cosmogonía es verdaderamente fantástica. Sólo nosotros, en el mundo, celebramos la muerte con manifestaciones de color y una mezcla de alegría y nostalgia que nos hacen excepcionales. Entre las prácticas que nos agradan, está el juego de la lotería. “Se va y se corre”, exclama el gritón que muestra cada una de las cartas. Pues bien, la sucesión presidencial es, en nuestro país, un juego que podría llamarse el de la “lotería maldita”, pues quien lo gane estará condenado, fatalmente, a sufrir las consecuencias de su ambición. En ese orden de ideas se inscribe nuestra percepción de la política. El sistema Presidencialista, reencarnación del Tlatoani Moctezuma -quien, incapaz de entender la realidad, baja los brazos y se entrega- se reproduce miméticamente. “Toma este puñal y mátame”, dice Cuauhtémoc a Cortés y sufre estoicamente el tormento, mientras todos se alinean o son alineados al nuevo Tlatoani.

Otra fatalidad es que, para “ser”, el hijo debe matar políticamente al padre. Al principio, el ungido se debate entre la lealtad al que lo puso y su necesidad de manifestarse como el nuevo tlatoani, “el de la voz”, en un pueblo de silencios. Para asumir sus nuevas encomiendas, el jefe de Estado y de Gobierno, general supremo, líder moral del partido, juez máximo, fiel de la balanza, etcétera, debe pasar a pérdidas al ex presidente, con el riesgo de, en el caso contrario, convertirse en rey de burlas.

En nuestra historia existe una metáfora política denominada “maximato”, consistente en que, al no ser relevado de esas atribuciones, el presidente anterior se convierte en el factótum de palacio. El resultado es que esa ignominia termina en tragedia y la defenestración del que osó tratar de perpetuarse. A pesar de ello, la peregrina idea de ir más allá de su mandato ha cruzado por la mente de algunos de los Primeros Magistrados y, tal parece, que el encanto de la silla ya obnubila a López Obrador y, en esa locura, ha involucrado a tres Secretarios de Estado, quienes, trepados en el volantín de las fantasías, dan vuelta tras vuelta al país, tratando de seducir a electores inexistentes con sus excepcionales cualidades para gobernar, conscientes, sin embargo, de que solo el dedo divino iluminará, para su desgracia, al elegido. Así, montados en el potro de la ilusión, veremos transitar, durante los próximos meses, a quienes pretenden sentarse en la silla maldita. Dios nos agarre confesados.

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