La línea roja de cambio que viene
Ahora mismo, la humanidad y, especialmente la cultura occidental, enfrenta simultáneamente tres crisis: una emergencia sanitaria que ha matado millones de seres humanos, una crisis por el calentamiento global, nunca como ahora se había planteado la necesidad de preservar el planeta como imperativo moral de la humanidad y una inmensa recesión económica.
La crudeza de los efectos de estas sacudidas ha puesto de manifiesto la fragilidad del orden público y la necesidad de reinventar muchos de los principios de la vida social y dotar de contenido moral a las decisiones públicas que se habían dejado al juego de las normas del mercado.
De estas crisis se seguirán cambios que ahora mismo apenas asoman, algunos nos harán más productivos y quizá menos libres y provocan controversia: La aplicación de la tecnología ha desatado el debate sobre los límites del derecho de la privacidad y el de la acción de las empresas y los estados; se debate el futuro de los contaminantes fósiles y se plantea como reducir la carga de la deuda de las familias.
Pero el común denominador de gran parte del debate público está en redefinir los límites de lo público y lo privado y especialmente se plantea hasta donde el mercado debe imperar en la vida de las comunidades con sus principios aparentemente neutros.
La crisis ha mostrado que no se trata de una ausencia de valores o principios, porque hay muchos que con profunda convicción profesan los propios y tratan de imponérselos a los demás; sino la necesidad de redefinir los valores de la tolerancia, la democracia, la libertad y la igualdad como el común denominador que permita la coexistencia en un marco de respeto.
El populismo de Trump en Estados Unidos y las sucesivas amenazas de las fuerzas de la ultra derecha en Europa son muestras de lo vivo del debate que sacude a las sociedades occidentales más industrializadas.
Los límites del mercado han estado siempre atados a principios y valores que procuran preservar los derechos esenciales de las personas; ellos constituyen la línea roja que los mercados no pueden comprar.
Los estados democráticos los colocan como la piedra angular de la construcción constitucional. La cuestión está en mover esa línea roja que donde está no ha servido para limitar la injusticia, la inequidad y el autoritarismo; ha provocado privilegios y creado enormes desigualdades sociales que a su vez aumentan la presión al interior de las familias y luego impactan la gobernabilidad democrática.
Hoy se puede comprar casi todo, y en las sociedades con instituciones más frágiles es aún más evidente. Desde los privilegios en las colas de los aeropuertos, los servicios médicos de calidad, la educación excelente o hasta las entradas de eventos religiosos hasta cargamentos de armas y estupefacientes.
Enormes segmentos de la sociedad sufren los embates de la desigualdad en su vida personal: madres con deudas, padres que no pueden enviar a sus hijos a escuelas de calidad, la imposibilidad de acceder a servicios médicos o la sensación de indefensión que provoca una inseguridad que sólo pueden paliar quienes pagan sistemas de seguridad. Estos amplios grupos, cada vez más informados, son quienes más resienten las sacudidas de la pandemia, la violencia, la incertidumbre y son precisamente estos grupos los que respaldarán al nuevo rumbo social y político hacia el que parece encaminarse la sociedad occidental.
Las propuestas para dotar de ingresos a todos los habitantes, las medidas masivas de ayuda económica como las que vemos en Europa y Estados Unidos para amortiguar los efectos de la crisis sanitaria, son sólo algunos ejemplos de acciones que apenas asoman. El hecho objetivo es que el modelo de la aparente neutralidad del mercado como norma esencial de la convivencia social ha fracasado y es necesario plantearse nuevos mecanismos de regulación que consideren fortalecer el núcleo esencial de los derechos de las personas.
Estas propuestas no son nuevas, surgieron hace décadas de mentes como Piketty, Michael Sandel o Paul Krugman y otros, pero ahora están llegando a las mesas de grandes tomadores de decisiones públicas y comienzan tomar forma.
Ahora que se repite que las cosas no volverán ser como antes resulta esencial actuar para que el nuevo rumbo no signifique una reducción de la dignidad de la persona, una restricción a sus derechos sino que construya sociedades más igualitarias.