Ideas

La huella de Cárdenas

La nuestra no es ciudad notablemente hispanófila...

La nuestra no es ciudad notablemente hispanófila. Esto, claro, es una generalización, porque también hemos tenido casos significativos de lo contrario, pero queda la impresión de que no conforman, ni de lejos, una mayoría. Vaya: abundan, entre nosotros, los que le tienen manía a los “gachupines” aunque no hayan conocido uno en la vida, detalle que queda claro porque al imitar el ceceo y el uso del “vosotros” no atinan ni una zeta ni una conjugación. Y esto no es nuevo ni inexplicable: la identidad mexicana nació del levantamiento de los criollos y mestizos contra el dominio colonial ibérico (y puntualizo esto porque no hay que olvidar que las revueltas y reivindicaciones indígenas, tan olvidadas, han seguido otras rutas y fechas y su agenda no ha sido la misma). Inevitablemente, el desagrado ante los españoles de muchos mexicanos encierra una serie de paradojas. Y la más ruda, quizá, es esta: les echamos en cara el sometimiento y masacre de los pueblos indígenas en la Conquista y el Virreinato pero los perpetuamos, día con día, con el racismo y el clasismo que nuestra sociedad tiene inoculados hasta el tuétano.  

Un dato para pensar: en los festejos del Bicentenario de la Independencia, en el año 2010, el gobierno realizó una serie de encuestas entre la población al respecto de la relación entre México y España. Las zonas del país en que mejor imagen se tenía de los españoles eran, curiosamente, las de mayor población indígena: el sureste, el pacífico sur, la península de Yucatán. Y las que tenían peor opinión eran las zonas proverbialmente más conservadoras, como el Bajío y, sí, la nuestra (en donde algunos no querían a los “gachupines” por tradición independentista y otros, por pensar que los miles y miles de refugiados y migrantes que llegaron tras la Guerra Civil y sus herederos no eran sino “rojillos” de los que había que esperar toda clase de tropelías).

Es probable que la mayor relación que millones de nuestros compatriotas guardan con España, a estas alturas, sea el abundante interés por su liga de futbol. Conozco gente que se burla de los españoles pero los domingos saca la playera del Real Madrid o del Barcelona (y luego se indigna si escucha hablantes de nahua en el parque cerca de su casa y pide que intervenga la policía). Este amor irreflexivo y este odio ignorante son, tristemente, características que nos son muy habituales. Nos pasa lo mismo con los Estados Unidos: los detestamos (rara vez se ha visto un aborrecimiento tan grande y justificado por un político extranjero en este país como el que hay por Trump) y, a la vez, nos morimos por visitarlos y traernos de allá lo que sea: desde calcetines hasta remesas, pasando por un posgrado.

Alguien que se las da de enterado en historia me decía, hace poco, que nuestra relación con España no tiene solución y que la huella de la Conquista tardará un milenio en atenuarse (ya casi va medio, hemos de decir). No supe qué pensar al respecto. Tengo la impresión de que el acto histórico de generosidad de Lázaro Cárdenas al recibir al exilio español transformó, para siempre, ese conflicto originario. A Cárdenas lo movió un ideario político (era antifascista declarado) pero también tuvo la visión para entender que a México le vendría muy bien la inyección de ideas de esos cientos de intelectuales, académicos y profesionales españoles que llegaron al país.

Quizá porque a Guadalajara arribó una parte muy menor, numéricamente, de ese exilio, sus huellas son menos evidentes aquí que en la Capital o en ciudades como Puebla o Veracruz. Pero conviene, creo, recordar que Cárdenas logró darle vuelta a la página y que México, para miles de españoles, se convirtió en un asilo y en la patria de su descendencia. Por los siglos de los siglos.

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