La exportación del odio
Comenzó en Berlín y siguió en Viena; una pregunta que primero me sorprendió y luego me preocupó: ¿cuán grave es el desplome de la democracia en México y la represión contra los periodistas? Me encuentro en una gira por varias ciudades europeas con motivo de la presentación de una de mis novelas en alemán, y pese a que se trata de una obra de ficción (Muerte Contrarreloj), tarde o temprano terminan preguntándome sobre el Gobierno “autoritario” de México. Lo curioso es que la mayor parte de las veces no se trata de medios conservadores sino de los llamados progresistas o vinculados a corrientes socialdemócratas. Reporteros genuinamente preocupados por el estado de los derechos humanos, las libertades públicas, la corrupción y la inequidad.
A partir de sus preguntas entiendo que por acá solo ha llegado una de las interpretaciones sobre el complejo proceso político y social que vive el país. No resulta fácil explicarles los matices y enormes zonas de grises que desaconsejan etiquetar con un simple blanco o negro lo que representa el obradorismo y los procesos de cambio.
Para empezar, lo que ellos llaman “el desplome de la democracia”. Sin duda hubo un avance en las últimas décadas con la formación de organismos de derechos humanos, de transparencia, combate a la corrupción, de competencia y rendición de cuentas. Pero también hay que decirles que eso no significó para las grandes mayorías un país más democrático y con mejores oportunidades, lo cual en sí mismo contradice la noción de un avance democrático (es decir, un sistema político en favor del pueblo). Durante el régimen de Enrique Peña Nieto la corrupción y la desigualdad económica alcanzaron niveles históricos, mientras supuestamente “nos sucedía” todo este caudal de organismos democráticos.
O, para decirlo de otra manera, cuán válido es hablar del agotamiento de la democracia cuando por primera vez en muchos años 60% o más de la población asume que el Gobierno está encabezado por alguien que habla y actúa en función de sus intereses. Cómo explicarles que esos que se dicen demócratas, no tienen ningún empacho en afirmar que dos tercios de la población están equivocados y seguramente engañados, porque la mayor parte de los mexicanos se inclina por una visión que no es la de ellos.
En el caso del periodismo y el Presidente mexicano sucede otro tanto. Me han llegado a preguntar ¿por qué el Gobierno mexicano está asesinando periodistas? He tenido que explicar que la desaparición y las amenazas contra el gremio son resultado de un largo proceso que no nació ahora y que no es el Gobierno de AMLO el que desaparece periodistas, por más que no haya hecho algo para remediarlo.
A estos colegas tan parcialmente informados, lo cual es una suerte de desinformación, tengo que explicarles que me ha tocado ejercer el oficio durante la gestión de seis presidentes a partir de Carlos Salinas de Gortari. La mayor parte de estos años he sido director de medios de informativos y he vivido de cerca las políticas de comunicación y libertad de opinión, o la falta de ella. Y me queda claro que la libertad para criticar al Presidente nunca había sido tan amplia como ahora. Les cuesta trabajo creerme que no hay periodistas en la cárcel o que López Obrador no está cerrando diarios, presionando a los dueños para que corran a un periodista o clausurando noticieros, como sí sucedió en el pasado. En cambio lo que ha disminuido es el uso del presupuesto para comprar tácitamente la voluntad de los dueños de medios y columnistas enriquecidos.
Desde luego, tras decir todo esto, añado que no me gusta la ofensiva verbal del Presidente en contra de organismos de transparencia y rendición de cuentas, por más que se justifique una parte de su crítica, porque creo que están para ser mejorados y pueden ser útiles en un contexto más sano. Que hayan realizado un trabajo insuficiente o precario, o que en conjunto contribuyan a una forma de simulación, no significa que no necesitemos instrumentos para transparentar y exhibir los vicios de los servidores públicos y la clase política. Y mucho menos celebro el ataque personalizado que López Obrador hace contra periodistas concretos, porque considero que, si bien el derecho de réplica del Mandatario es legítimo ante ataques distorsionados o de plano mal intencionados, su defensa tendría que ser en términos de información y no de descalificación e insultos. Algo que termina siendo inadecuado por la desproporción que existe entre el poder presidencial y un individuo, por influyente que este sea, y puede salirse de control por el fanatismo de algún seguidor desquiciado.
En algunos entrevistadores mis respuestas generan curiosidad e interés, pero en otros simplemente incomodidad. No les gusta que les desacomode un esquema que tenían perfectamente clasificado y etiquetado. Así que en ocasiones intentan recuperar la tranquilidad buscando una respuesta en términos binarios o maniqueos: “pero en definitiva, ¿el gobierno de López Obrador es bueno o es malo?”, vuelven a la carga y yo que quedo pensando el relativo éxito que han tenido los adversarios de la 4T para exportar una visión unilateral (al menos más éxito que en casa).
Mi primera reacción a esta nueva pregunta consistió en explicar que la elección de AMLO fue el vehículo o la circunstancia que tomó en México la inconformidad de las mayorías, ante el agotamiento del modelo anterior o las opciones que ofrecían el PRI y el PAN, y que esta nueva vía tiene aciertos y desaciertos y sigue en proceso. Y agrego que cualquier respuesta honesta tendría que pasar por un análisis más amplio y detallado. Pero esa contestación no los dejaba satisfechos. La última ocasión preferí responder con una pregunta: ¿podría decirme en una palabra si las redes sociales o la blogósfera son buenas o son malas? La vacilación o la pausa que se ven obligados a tomar me lo dice todo.