La energía social y el proyecto de país
La democracia es un régimen de Gobierno que es construido y ejercido por ciudadanas y ciudadanos; se trata de una forma de organización política y social en la que las decisiones colectivas se procesan mediante un entramado institucional que, en teoría, procesa y canaliza las demandas y visiones en torno a los asuntos públicos, y con base en ello articula y orienta las acciones del Gobierno y define las prioridades públicas.
En este sistema, los partidos políticos se asumen como los principales catalizadores de las múltiples visiones que hay en la sociedad; y es a través de la conciliación de las diferencias como se procesa el conflicto, se definen tareas y beneficios sociales; y se construyen leyes y políticas públicas que, en esencia, materializan el proyecto de nación contenido en el entramado jurídico que le da cohesión y sentido a la acción pública.
Para toda democracia, la garantía de la libre expresión, la libre asociación, y los derechos que les son correlativos, como el derecho a la protesta pacífica y la manifestación pública de las ideas, se constituyen como elementos centrales de las coordenadas de la organización política, pues es mediante ello que se puede ejercer presión, visibilizar agendas y preocupaciones legítimas; y también exigir la corrección y modificación del rumbo del Gobierno cuando sus acciones están afectando o se están apartando del cumplimiento de los mandatos constitucionales.
En un escenario como el mexicano y ante las masivas movilizaciones que se han visto en este año, y en los últimos meses de 2022, la pregunta es quién y cómo va a potenciar la energía social y el talante democrático implícito en la decisión de cientos de miles de personas que toman la calle para expresar su descontento o para respaldar una visión de Gobierno democráticamente elegido.
La prudencia y la mesura para interpretar lo que estamos atestiguando es hoy más que nunca necesaria. Pues tanto es un error descalificar a quienes critican a las marchas argumentando, por un lado, que se trata sólo del “acarreo oficial”, como quienes, del otro, estigmatizan como “fifís y representantes de la derecha” a quienes se inconforman con las decisiones del Gobierno.
Ante el ruido y contenidos que inundan a las redes sociales y los principales medios de comunicación, mayoritariamente violentos, apologéticos de la violencia y el crimen, y difusores de una cultura de masas machista y misógina, las expresiones de las marchas y movilizaciones, emblemáticamente la del #8M, nuestra democracia muestra todavía un fuelle y una energía que no puede simplemente desperdiciarse y no ser re-conducida hacia la generación de diálogos y consensos que abonen a la construcción de un país justo y generoso con todas y todos.
La otra trampa demagógica en que se ha caído es la relativa a la capacidad de movilización de uno u otro bando, asumiendo que tener a más personas en la calle es sinónimo de tener la razón. Porque lo que no se entiende es que la manifestación de las ideas, de un colectivo, independientemente cuál sea su número, en democracia porta y representa la misma legitimidad pues implica que la libertad es auténtica y que aún no impera la lógica de la tiranía de las mayorías.
¿Cómo pues, convertir las movilizaciones y protestas en correas de transmisión y comunicación efectiva de la ciudadanía ante el poder, incluidos los partidos de oposición, y cómo generar una respuesta asertiva de quienes toman las principales decisiones, a favor de las causas que tienen la posibilidad de ser expresadas, pero también de aquellas que no tienen voz?
Nuestro país está en un momento crucial en el que, o aprendemos a dialogar con inteligencia, tolerancia y capacidad de acuerdo para procesar las diferencias; o nos condenaremos a prolongar el hartazgo, la polarización y las condiciones para que sigan imperando la violencia, la pobreza y las desigualdades que nos dividen y nos confrontan.