La élite agotada
La clase política, que de acuerdo con Gaetano Mosca es la minoría dominante, está ante un paredón del intrincado laberinto que despaciosa y tenazmente edificó. Si seguimos con esa noción, quienes no pertenecen a esa clase conforman la mayoría dominada. En teoría, entre ambas condiciones está la democracia, puesta para que los dominadores atemperen su irrefrenable ansia por el poder y para que los dominados aminoren un tanto su circunstancia de espectadores, de meros proveedores de los recursos para que la élite política satisfaga sus necesidades materiales y las morales, inherentes al mentado afán por detentar el poder, valida de lo señuelos que la mayoría persigue, por una lado quimeras y por otro encomiendas para la clase política: la libertad y la justicia, y entre ambas: un estado de derecho, en teoría también pactado entre dominantes y dominados.
En pleno siglo XXI es incómodo considerar a la sociedad en esos términos, porque, asimismo en teoría, todas y todos somos iguales y la relación (sigue la teoría pura) entre gobernantes y gobernados es político-administrativa: unos, al gestionar lo común, imparten justicia, poseen el monopolio del uso de la fuerza, tutelan derechos y reparten la riqueza, en tanto que los demás tienen la posibilidad de exigir cuentas y de hacer el recambio de autoridades. El asunto es que las evidencias contra teóricas, las vulgares manifestaciones de la realidad, apuntan a que la clase política, al darse sexenalmente contra el muro que la obliga a torcer el rumbo y posponer igual, sexenalmente, el acceso a la justicia y a la libertad, se ha quedado sin margen de maniobra, apelotonada ante un paredón que luce definitivo anuló sus opciones, ni hacia a la derecha ni hacia la izquierda, simplemente voltea para atrás y ofrece a la masa soluciones cosméticas a los que considera son los problemas por atender: más escuelas, sin decir para cuál calidad de educación, hospitales, trenecitos, muchos policías mejor pagados y capacitados, repartir dinero, en billetes o en especie, agua a buches llenos e inacabable amor al pueblo. Pero en ese su mirar hacia atrás, es incapaz de reconocer que una de sus manías, la corrupción, la tiene de espaldas al paredón. Corrupción corporizada en forma de crimen organizado, en forma de una desconfianza que la tiene solísima y hablando, en el proceso electoral, a sí misma, para con su vocerío tratar de ocultar que la corrupción impidió que los recursos que administró se convirtieran en lo que ahora es un rosario de urgencias: servicios públicos de buena calidad, salud, seguridad, educación, vivienda, acceso a ejercer igualitariamente derechos, desarrollo sostenible.
Sí, el paredón de ellas y ellos atañe al resto, por el poder que de hecho poseen y por su actuar inercial, apuntalado por la actitud de las y los ciudadanos que, de repente, hay que decirlo, ejercen a plenitud su condición de dominados, la clase política a su conveniencia ha llevado a normalizar la pérdida de libertades: el libre tránsito en muchas partes del país y en no pocas ciudades es un acto de valentía personal, es un tentar a la suerte; la libertad de expresión cada día está más acotada por el talante del gobernante en turno y por sus aliados, no por la Constitución. Y la libertad de proponernos un derrotero diferente está también confinada por los tiempos y la codicia de la clase política. Claudia Sheinbaum lo expuso sin empacho en el primer debate, al iniciar su participación: aquí se trata, dijo, de dos proyectos, por supuesto el que ella representa y el que encabeza Xóchitl Gálvez; el tercer candidato, Álvarez Máynez, no fue capaz de zafarse, así fuera discursivamente, para reclamar que en él concurre un tercer proyecto. ¿Lo que como sociedad nos jugamos, día con día, se limita a dos posibilidades de “dominación”? No, pero esa libertad tampoco la tenemos: la de hacer valer las realidades en las que nos debatimos, más bien se trata de que quepamos, nos guste o no, nos cuadre o no, en las que los del paredón formulan.
Para evadir el fatalismo hasta aquí expuesto, es deseable no dejar que siga debilitándose el puente entre dominadores y dominados: la democracia, la justicia, el estado de derecho y la libertad, el que los gobernantes han minado a golpes de tergiversar los significados de sus componentes. Y si bien en ninguno de los dos “proyectos” se percibe entera la probabilidad de un futuro otro, está claro, al menos para mí (y perdón por este “yo” así como así), que el de por sí maltrecho puente fue conscientemente minado por el régimen de Andrés Manuel López Obrador, en vez de solidificarlo lo pintó de verde olivo y el contrato social hoy está aromado de cuartel. Por lo que la intención de Sheinbaum de darle continuidad no es sino elevar la tapia contra la que la clase política y la conducción del país está apretujada mirando al pasado, que es la única luz que quieren prendida.
Que el rumbo al que convoca Gálvez sea una vía de escape no está dado por ella, por su capacidad y por la de su grupo aún desconocido, sino por alejarnos de la condición de dominados y hacer que lo que una vez en el poder ponga en práctica sea consecuencia de encontrarnos con ella y su proyecto en medio del puente: demócratas todos, libres todas y todos, atenidos a la diversidad de realidades, no a las necesidades de la clase política. Y si su rival se impone el 2 de junio, el mecanismo para contener a debacle es el mismo: adueñarnos del puente.
agustino20@gmail.com