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La democracia estrujada

El Presidente López Obrador ha cambiado la convivencia democrática de México. Él asevera que mueve a la nación hacia una mejora en las formas de decidir qué conviene y cómo emprender eso que conviene. Es corrección y progreso, nos dicen. Sus adversarios y no pocos observadores consideran, en cambio, que se padece una regresión. Una cosa es cierta: vivimos los tiempos de la democracia estrujada.

No es necesario esperar los resultados de la consulta para revocación de mandato a fin de tener claro el balance. Nadie esperaba este domingo ni una copiosa votación en contra ni una, así fuera a favor, tan abultada como para ser vinculante.

Descontado eso, la nota estaba en otra parte, en esa que fue clara desde las últimas semanas, periodo en el que el Gobierno de Andrés Manuel sí ha establecido un precedente: el de que las reglas electorales no han de regir su comportamiento. No es poca cosa.

En las próximas horas tendremos bastantes detalles sobre los votos de la revocación. Obtendremos datos sobre quiénes y dónde votaron. Qué tanto empatan esos sufragios con beneficiarios de programas sociales, cuáles poblaciones respondieron más a la convocatoria y quiénes movilizaron -habría que decir acarrearon- mejor que quiénes. Información reveladora, sin duda. Pero el verdadero resultado de la consulta se dio antes de la jornada dominical. Perder de vista eso sería un grave error.

El actual presidente encabezó un embate en contra del marco legal y las instituciones que rigen las votaciones. Él, su secretario de Gobernación, militares, la Jefa de Gobierno y múltiples funcionarios de todo nivel atropellaron las normas diseñadas para que los gobiernos no intervengan, manipulen o incidan en los procesos donde las y los mexicanos han de votar. Es improbable que eso tenga consecuencias administrativas o legales: en esta democracia estrujada el gobierno pesa más, mucho más que el árbitro o el juez.

La revocación supone la más flagrante muestra del cariz partidista del Gobierno. Y es una señal evidente de que el Presidente ha dado un paso sin retorno en una ruta que, sin embargo, comenzó desde el 2018.

Porque AMLO ha tenido desde el principio la voluntad, el tesón, pero sobre todo la oportunidad para estrujar la imperfecta democracia mexicana.

Si el sexenio comenzó con la cancelación del aeropuerto antes aun de que el Presidente jurara (es un decir) la Constitución, hoy parece lejano y no se le da la justa importancia al desmonte institucional que emprendió tanto en la Corte (de donde corrieron a la mala a un ministro) como en órganos reguladores, capturados y sometidos; incluido el Tribunal Electoral, hoy emancipado. Sin dejar de mencionar la mayoría ilegalmente inflada que tuvo en San Lázaro.

Tener 30 millones de votos o contar con eso llamado bono democrático no fue lo que posibilitó a López Obrador estrujar nuestros también imperfectos contrapesos institucionales. Lo hizo porque los Arturo Zaldívar de todas partes (incluido por ahí alguno que renunció al Banco de México antes que resistir al nuevo Gobierno) se lo han consentido. Y porque las oposiciones no han aparecido. Porque AMLO creó y aprovecha la oportunidad.

La democracia mexicana nunca ha dejado de tener adjetivos. Con los priistas tuvimos una era de simulación, con los panistas de inoperancia. Pero con los de Morena se ha llegado a un cinismo frente a la ley propio de Gonzalo N. Santos.

Teníamos también una democracia en proceso de construcción: una donde oposiciones presionaban y el gobierno resistía o cedía. Hoy en cambio la administración la estruja sin apenas resistencia de opositores. Y sin rubor, como en la llamada revocación.

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