La cruda es lo de menos
Partamos de una aseveración casi irrefutable -el “casi” es una mera cortesía-: las cantinas son sitios respetables, domicilio de comunidades, baúl de identidades, refugio infalible para la huidiza felicidad; aunque hay unas a las que más vale ni acercarse, la cantina a la que nos referiremos es de ésas, en entrada leemos: Elecciones 2024 (estamos contratando). La semana a la que recién dimos vuelta, fue un volar de “corcholatas” como en cantina: se escuchó el ¡plop! onomatopéyico por todo el país, fue un espectáculo su salir despedidas alto en el aire, percibimos su caer tintineante y luego su yacer apachurradas bajo la pisada indolente del cantinero que regentea el lugar: lo importante para él no son las “corcholatas”, sino lo que puede extraer, para su beneficio, del envase que ellas tapan: él mismo.
En esa cantina que Dios confunda, el tufo de fiesta es incesante, cada día hay motivo de celebración con todo y que en ella nada es concluyente, puro preámbulo de un porvenir que cada día se aleja, siempre, nos cuentan, se corre más allá. Pero eso no mella el ánimo de los parroquianos: ¿Las “corcholatas” acaban arrastrándose en el piso? Salud, la casa invita. Bendita democracia, nos permite vivir en un holgorio incesante. ¿Que también hay tapones secos, roídos, que dejan escapar el gas y entrar moscas, y aun así exhiben ínfulas de “corcholata” y se juran complemento ideal del roncito que se ofrece en la cantina de marras? Salud, la casa invita, por los dolidos que no son convidados a la barra del señor. ¿Que en las afueras de la cantina la realidad ladra y muerde? Es cosa de que los de adentro atranquen bien las puertas y que nada ni nadie les impida el placer de estar en medio de donde salen las “corcholatas” volando, ahí, donde se quedan ciertos de que la vida comienza y termina en el acto de ver “corcholatas” desplomarse y ser aplastadas, nomás para que luego el tabernero las recoja y, si se le antoja, las vuelva a echar a los cuatro vientos, sólo para que una vez más caigan para ser puestas en calidad de lámina y a recomenzar, cómo no… salud, la casa invita: para este gozo omnipresente el erario es infinito, el cantinero tiene la llave y además no toma.
Como sin darnos cuenta, o tal vez sí pero no nos importó, tornamos lo electoral en sol de la vida política nacional; las elecciones y sus perpetradores: los partidos con sus inacabables precandidatos y candidatos (mujeres y hombres), los miembros de la clase política (NRDA) y su población flotante: publicistas, asesores, diseñadores de guerras sucias y limpias, ciertos medios de comunicación y comunicadores, etc. A lo mejor nos relajamos porque los indicadores de la economía que de bien poco sirven para calibrar la vida diaria de la gente lucen despreocupantes. A lo mejor porque los datos de la intensa incidencia delictiva y la narración de la miríada de acontecimientos cotidianos teñidos de rojo de a poco dejaron de significar, a todo se acostumbra uno. O a lo mejor porque nos conformamos con el sexenal renacimiento de la esperanza que dura lo que las campañas y su colofón: la constancia de mayoría para el agraciado que hará todo lo que esté en su poder para que lo electoral sea debidamente puesto en el foco de lo relevante, no por graciosa concesión democrática, porque a él o a ella y a sus congéneres no les conviene que sea de otro modo y a remozar la cantina.
Por lo que sea o por todo lo previo mezclado, el caso es que ahí estamos, alzando las copas rebosantes de placebo en las rocas al ritmo que el cantinero metido de Presidente marca: periódicos a toda plana, noticieros de cualquier índole con secciones especiales, entrevistas tira de chorizo, conversaciones de sobremesa, bardas pintadas con el color de temporada: “corcholata” subido, espectaculares en las ciudades. ¿Qué puede haber más importante que la sucesión sea montada a imagen y semejanza del señor y para su solaz y contento? Olvidamos que no es la primera vez que sucede, aunque nunca tan descarado; olvidamos que luego de cada orgía electoral acabamos en la banqueta de la cantina, tirados y vacíos.
Ni siquiera lo inusitado de las circunstancias en las que estamos sumidos nos espabilan: la militarización amenazante (acabamos de atestiguar cómo soldados se erigieron en policías, jueces y verdugos en un mismo acto); las decenas de miles de asesinados, de desaparecidos; el territorio enorme que controlan los delincuentes (aunque si vistes un chalequito como el del cantinero no tienes problemas); los tambores de alarma que desde Chiapas tratan de sacarnos del ensueño (igual podríamos decir de Guerrero, de Oaxaca, de Tamaulipas); los migrantes y los inmigrantes y las condiciones que en México les damos al margen de los derechos humanos, de la compasión básica; la galopante desigualdad, la devastación ambiental ante el embate de proyectos que en este punto del Gobierno cantinero ya no alcanzan ni el grado de simbólicos que el Presidente quiso darles; y el twist de cítrico que resalta el sabor alambicado del cóctel que distingue a este figonero y a los previos: la corrupción.
La cantina Elecciones 2024 (estamos contratando) está abarrotada y aún quienes la describen como una más de las taras de la política mexicana terminan por pedir al menos un refresquito ante la mirada socarrona del bartender que parece decir: ¿No que no?
Sí, emborracha a quien sea; a unas, a unos porque se sienten entendidos del juego y hasta jugadores y no dejan de consumir; a los otros, a los que nomás se asoman al figón, por exceso de glucosa porque, eso sí: no hay quien no consuma y, al final, somos duchos en eso, la realidad puede esperar, nos echamos la última y luego ya veremos.