La caricia del Circo del Sol
Ya he escrito por aquí, no sé cuándo ni a raíz de qué, sobre Daniele Finzi Pasca y su “Teatro de la caricia”. Lo traigo a colación porque en estos días estuvo en Guadalajara y estará hasta hoy presentándose bajo la producción del Circo del Sol, una obra que es suya: Corteo. Director en aquel entonces del Teatro Sunil, que unía la picardía, simpatía y devoción de tres payasos, el espectáculo pasó a manos del “Soleil” por ser quienes pueden de manera itinerante, llevarlo con una serie de requerimientos de producción que solo una plataforma así lo puede sostener.
“Corteo” es uno de los espectáculos en los que realmente me he sentido afortunada de poder presenciar. Pocos, aún en este país, nos imaginamos quiénes nos acompañarán en el camino de nuestra propia muerte. Finzi imaginó este cortejo lleno de magia, música, comedia, ridículo, sabiduría y delicadeza. Nada más alentador para quienes -y creo que no se libra nadie- nos preguntamos de qué manera acudirán nuestros deudos a la hora que partamos.
De todo lo que he sido en la vida y me conforma como tal, de todo lo que no he sido y también hace el mismo compendio de mi ser, el pendiente de formar parte de un circo me sigue retumbando en los oídos. No sirve de nada decir que en la próxima vida dedicaré vida y obra a girar por el mundo haciendo malabares y yendo y viniendo entre piruetas de un trapecio a los brazos de un fortachón que me espere en la otra orilla. De nada tampoco sirve imaginarme con una nariz roja, esa minúscula y preciosa máscara, que portan con tanto orgullo algunos a los que yo respeto enormemente, ni tampoco debería sumarme alguna frustración por no pasar valientemente de un lado a otro sobre una tira muy delgada sin nada más que guardando el equilibrio paso a paso con un tremendo peligro al acecho, el vacío.
Puedo, sin embargo, imaginar mi vida, y confieso que lo hago, como un circo. En días siento que sí, voy saltando de un sitio a otro con enorme ligereza como si tuviera zancos, en otros siento que tengo que malabarear entre muchísimos asuntos sin que uno siquiera pueda caerse, en ocasiones voy paso a paso, de manera hipercautelosa guardando el equilibrio sin que se note que sé que hay un enorme peligro al acecho, aquel vacío ya mencionado. Y en otros muchos, puedo ya casi sin temor decir, que casi no temo al ridículo, esa ha sido una enorme satisfacción y liberación personal. En particular, aspiro ya solo al disfrute que me da como espectadora a vivir una forma de vida circense que inspire mi trabajo creativo y que logre acariciar a través de la vida de uno, la delicadeza del propio sufrimiento, el gozo en particular provisto por uno mismo y hacia el otro. El trabajo del artista, de verdad, quizá sea ese, lograr acariciar el alma del espectador con el relato sin que tenga que ser obvio, de lo que vamos viviendo día a día.
El trabajo de estos maestros ha sido poder integrar a los usos y costumbres de uno, lo que en pocas horas logran hacer a una persona o a muchas del público llevarse a casa. ¡Qué regalazo, qué caricia al alma!
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