La capacidad de gustar
La primera impresión que tuvimos varios cuando se anunció que el Premio Nobel de Literatura de este año había sido concedido al escritor británico de origen japonés Kazuo Ishiguro fue de curiosa unanimidad: menos mal, parecía ser el comentario. Vaya, no aparecían en nuestras redes entusiasmos desbordados (una excepción fue el del editor y novelista Martín Solares, buen conocedor de la obra del galardonado) pero sí una sensación de tranquilidad y casi se diría que de alivio.
La Academia Sueca pateó el avispero el año pasado, al concederle el premio al cantante Bob Dylan y se metió en un buen lío: varios nos pasamos las semanas antes y después del anuncio discutiendo y al final resultó que a Dylan el premio le daba más o menos lo mismo. No fue a recogerlo (en su lugar llevaron Patti Smith y la cantante se puso tan nerviosa que se le olvidó la letra de la canción de Bob que estaba interpretando en la ceremonia) y lo tuvieron que dar diploma y medalla aprovechando un concierto suyo en Estocolmo y casi clandestinamente (ni un paparazzo pudo tomar una foto del cantante al entrar a las oficinas de la Academia, así de secreto fue el asunto). Dylan le hizo el feo al Nobel, dijeron algunos, por divo y por arrogante. No: es un hombre tan humilde que estaba abrumado y prefirió mantener un bajo perfil, concluyeron otros. Total: Dylan hizo lo que quiso, las críticas llovieron (hubo quien acusó a los suecos de venderse a la industria del entretenimiento) y parece que la gente de la Academia decidió no arriesgarse a otra tunda pública, al menos este año.
Y optaron por darle el premio a Ishiguro, que no figuraba en las apuestas ni lo había hecho con anterioridad, y que, al menos entre buena parte de los críticos, parecía un candidato menor con respecto a algunos otros de su generación, como los más mediáticos Salman Rushdie, Martin Amis o Ian McEwan.
Algunas quejas tímidas se han alzado, en especial en algún suplemento sudamericano, que recurrió al titular “El empleado del mes” para atizarle a Ishiguro un texto desaforado, en el que se le acusa de ser un autor apenas correcto, conformista (por haber sido objeto de adaptaciones al cine,) y, en suma, un tipo al gusto de la industria editorial, crítica que sorprende por su ingenuidad abisal: está escrita con la indignación de un fan que creyera que el Premio Nobel se le ha otorgado, con anterioridad, solamente a autores radicales y que tal fuera su propósito (sabemos que en ninguno de ambos casos es o ha sido así jamás). Una alarma similar a la que manifestaría alguien que pensara que le están dando el Óscar a una película porque vendió muchos boletos y palomitas. En fin. De cualquier modo, esa una excepción. La norma fue, como dijimos antes, el suspiro aliviado. El único momento del año en que la literatura sube a la primera plana suele dar pie a estas discusiones. Malamente.