La batalla por los jóvenes
La juventud, la etapa de la vida más sobrevalorada, suele ser sujeta de discursos, promesas y sobre todo cursilería política.
Cuando los viejos políticos hablan de los jóvenes suelen hacerlo con condescendencia, paternalismo y sobre todo y una profunda ignorancia. Corro el riesgo de cometer los mismos errores al tocar un tema que, por el simple paso de los años, me es cada día más lejano. No me interesa romantizar una etapa de la vida sino hablar de la ausencia de políticas públicas eficientes que conciernen directamente al futuro del país.
El diagnóstico del presidente es, otra vez, inicialmente correcto: la batalla por los jóvenes es contra el crimen organizado. Es cierto, en la promesa de futuro, el Estado mexicano tiene muy poco que ofrecer con respecto a lo que hoy el crimen organizado representa: mayores ingresos, menor esfuerzo, sentido de pertenencia. El error es pensar que esa es la única batalla.
El crimen organizado, por más trabajo que nos cueste aceptarlo, ya no es el narcotráfico, ya no son un grupo de audaces pistoleros enviando droga a Estados Unidos con la complicidad de algún político, un policía y un militar. Hoy el crimen organizado es un sistema de control económico y territorial y su subsistencia -al igual que la de la economía formal- depende en gran medida de la adhesión de mano de obra joven de nuestro país. La batalla es, pues, sobre todo cultural.
En este gobierno, nada afecto a las mediciones, la única forma de evaluar el éxito o fracaso de una política pública es si el presidente sigue hablando de ella o ya la olvidó. En los últimos siete meses Jóvenes Construyendo el Futuro no ha sido tema para el presidente. Sin embargo, las masacres que involucran a jóvenes y el control de territorios y actividades económicas fundamentalmente extractivistas (desde minería, tala de bosques, o cultivos intensivos de productos de alto valor como aguacate o berrys) van ganando terreno no sólo en las primeras planas, sino en el campo mismo.
Estamos perdiendo la batalla por los jóvenes. No, no la está perdiendo el presidente y sus programas sociales, la estamos perdiendo como país. Quizá lo primero que habría que hacer es dejar de verlos como sujetos de redención para comenzar a entenderlos como ciudadanas y ciudadanos (y a los menores como candidatos a ciudadanos) en pleno derecho, con ideas propias y necesidades específicas que nada tienen que ver con la construcción que los políticos, líderes religiosos y empresariales han hecho de ellos. No nos extrañe que más temprano que tarde los jóvenes, como lo hicieron en Chile, encuentren su propia voz, su propio camino y al final un destino que nada tenga qué ver con lo que, románticamente, los viejos hemos construido como futuro y que no es sino la añoranza del pasado.