Ideas

Jugamos como siempre, perdimos como siempre

Hubo la esperanza. La esperanza en la solidez de una oposición que dependía de que la trama entre todas, entre todos los senadores, anudada por una porción amplia de opinión pública, de analistas y opinadores, a académicos, empleados del Poder Judicial y hasta estudiantes: tinta, marchas, protestas, ondas hertzianas, redes de las de Internet. Solidez. Aparente. Aquí mismo, hace una semana, en un arranque de lirismo patriótico nos sumamos al coro del coliseo: sí se puede, sí se puede que los gladiadores, mujeres y hombres, pongan a las fieras, al menos por un rato, en su jaula. La solidez no fue, no se pudo, y aquello de que “la patria es primero” fue arenga hueca para quienes con solemnidad (oficialistas y muchos de los que superficialmente calificamos de opositores) alzan su brazo y exclaman: sí, protesto, mientras íntimamente murmuran: lo primero de a de veras es mi pellejo.

Bastaba uno para que la ecuación fallara. Uno de los eslabones en duda no resistió, de la fábrica Yunes, famosa porque al empuje del dinero y el poder sus piezas se quiebran o se doblan o se escurren. No obstante, hubo la esperanza. La esperanza en que entre el martes y el miércoles anterior ese eslabón, y muchos otros que tendrían que ser parte de la solidez, se untaran del impulso secular que ha refrenado al egoísmo, la codicia y a la maldad individuales en favor del colectivo: el ansia por redimirse de la esclavitud que imponen los comportamientos ilegales, inmorales, que marginan de la sociedad. La votación en contra de la reforma al Poder Judicial les daba la posibilidad de ser sus propios redentores. Miguel Ángel Yunes Márquez decidió que él y su familia viven más a gusto medrando como parásitos; aunque, es parte de la gravedad de la derrota que esa votación infligió al país, los parásitos en seis años se han extendido al punto en que debemos cuestionarnos si el margen en realidad va siendo donde estamos los que hicimos una pausa a la desconfianza para dar entrada a la esperanza: no estaba fuera del alcance rechazar las modificaciones constitucionales y que la reforma se intentara de manera democrática, sinceramente participativa.

Pero cuidado con pensar que la culpa es sólo de los Yunes. La pregunta es cómo llegamos al momento histórico en que la decisión de que la nación no virara hacia el abismo de la autocracia quedara en las manos y a merced del intelecto de semejantes personajes, y no sólo ellos: Alejandro Moreno y Marko Cortés, meros modelos del nivel que en general hay en la representación política en el Congreso de la Unión. Además de algunas golondrinas, para no generalizar, de las que no alcanzan para hacer verano, ya no digamos para proteger los principios de la Constitución que fuimos perdiendo a mordidas del grupo que estuviera en el poder, el actual y los previos.

Pero preguntábamos, cómo es que llegamos al punto en el que el vórtice nos abisma a la cloaca, luego de que el metafórico grito enderezado a la oposición en el senado, ¡no le jalen!, no funcionó. No hay nomás una respuesta, o para seguir con la analogía: no fue un único tubo de drenaje el que acumuló las aguas negras. La corrupción, acentuada de 1970 a la fecha, con vigor por José López Portillo, Carlos Salinas de Gortari y Enrique Peña Nieto, sin que los demás presidentes en 54 años hayan sido prototipos de integridad. La clase política dilapidó la riqueza petrolera, se enriqueció en vez de haber construido, por ejemplo, infraestructura, o haber creado servicios de salud y educación de buena calidad. Dejamos que los partidos y sus huestes se apropiaran del erario y de las decisiones que nos afectaban; y a cambio de la patente de corso que extendimos, nos dieron encendidos discursos ajenos a las realidades. La transición a la democracia, acelerada a partir de 1988, fue reñir a esa clase ámbitos que usufructuaba para sí: el electoral, el de la protección de los derechos humanos, el de la transparencia (luego, la protección de datos personales) y los que tienen que ver con los contrapesos imprescindibles para controlarla; sin embargo, no fuimos a más y las personalidades que la encabezaron, la transición, no vieron más allá y junto con ellas caímos en el juego: bastaba el recambio de siglas partidistas para suponer que estábamos en una democracia, a despecho de la desigualdad rampante, de la injusticia que es la norma, a despecho del evidente dominio de los poderes fácticos.

Sí, una complejidad mal entendida y peor gestionada terminó por dejarnos en manos del primero que le habló bonito a la mayoría. A esa mayoría a la que con saliva le simplificó hasta el ridículo las soluciones: extraer petróleo es como meter un popote en la tierra; la inseguridad pública se atiende con abrazos, no con balazos; hacer un aeropuerto, una refinería, trenes, es sencillo y barato si se le encargan a los soldados; la corrupción y el huachicol se erradican por decreto, si siguen ocurriendo es bronca de la realidad; quienes ven las cosas diferentes, o sea, quienes evidencian la complejidad, la diversidad y la pluralidad de visiones, son adversarios, conservadores, son nada.

La noche del 15 de septiembre de 2024, el Presidente festejará con el Grito no la Independencia de México, sino su triunfo personal al hacer la Constitución gloria de su ínsula Barataria. Esta noche en muchos sitios del país se conmemorará diferente: con la fiesta nacional cancelada por miedo, en entornos muy peligrosos, porque el Estado se contrajo a Palacio Nacional y a los lugares en que la mayoría del Congreso decida sesionar; otras realidades, las significadas por la oposición, según expresó el martes pasado el senador Salgado Macedonio, líder moral de Morena: están en el cesto de la basura.

agustino20@gmail.com

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