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Treinta días de emociones fuertes

Hoy arranca el último mes de Gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Y como en tantas otras cosas, el líder de la 4T ha roto las convenciones no escritas que regían la política mexicana. A diferencia de todos sus antecesores, que solían salir de escena discretamente en las últimas semanas de su sexenio, por deferencia al presidente electo, el tabasqueño ha hecho justamente lo contrario: decidió intensificar su protagonismo. Como he señalado en otros textos, AMLO está abriendo frentes de batalla que a él no le tocará librar. Acelerar la reforma judicial a cualquier costo, poner en pausa la relación con Estados Unidos semanas antes de irse, tensionar la relación con los empresarios y sacudir a los mercados financieros.

Los adversarios atribuyen este protagonismo a una mezcla de dos factores: por un lado, después de tantos años de vivir en el escenario, el presidente anticipa la abstinencia mediática a la que habrá de autocondenarse a partir del 1 de octubre. A la manera en que en una despedida de soltero se cometen excesos con cargo a la fidelidad de la inminente vida matrimonial o un alcohólico abandona su vicio con una última bacanal. Según esta versión, el presidente estaría intensificando las últimas oportunidades que le ofrece la palestra para sus postreros do de pecho. Por otro lado, también circula la tesis de que todo lo que está haciendo López Obrador tiene como propósito dejar amarrada la agenda de Claudia Sheinbaum, imponerle de manera irreversible las condiciones con que habrá de gobernar.

En realidad, es mucho más complicado que eso. Desde la lógica del presidente hay una explicación formal y una política para lo que está haciendo. No perdamos de vista que es la primera vez en todo su sexenio que tiene mayoría calificada en las cámaras para poder cambiar la Constitución, incluyendo los 17 congresos estatales que se necesitan para su ratificación. En ese sentido, desde su perspectiva, no es cualquier mes al margen de que sea el último. Es el mes en el que habrá podido hacer los cambios que no fueron factibles durante los anteriores 69 (su sexenio fue de 70 meses, por ajustes de calendario). Para alguien tan preocupado por la lectura histórica que habrá de recibir su legado, es la última y principal oportunidad para colocar en bronce indeleble su impronta. ¿Por qué habría de desaprovecharla?

La otra lógica es política. El presidente está convencido de que el principal factor de resistencia a los cambios en favor de las causas populares fue el poder judicial. A través de amparos y decisiones en tribunales fueron frenados una y otra vez proyectos de ley, iniciativas y obras públicas de la 4T. A su juicio, esta guerra jurídica fue ocasionada por la falta de sensibilidad social de este poder, por el uso político que hicieron de él los conservadores y, de plano, por la corrupción. De allí la intención del presidente de limpiar el terreno a su sucesora, de una vez por todas, y librarla de este enorme obstáculo. Haciéndolo ahora se asegura de correr él mismo con la factura política, evitándoselo a ella; a su manera estaría haciendo una especie de sacrificio de imagen, en aras de la gobernabilidad de la siguiente administración.

Y existiría otra razón, que he expuesto en otras ocasiones; el deseo del presidente de recargar la esencia nacionalista y popular de su movimiento, de cara a los cambios conciliadores que se esperan de parte del gobierno de Claudia Sheinbaum. Es decir, López Obrador sabe que viene una versión más moderada, menos belicosa, más moderna; un corrimiento hacia el centro, como lo dijo en más de una ocasión en las mañaneras. En este sexenio la prioridad fue un cambio de rumbo para provocar un mejor reparto de la riqueza en términos sociales y regionales; eso obligó a romper inercias y a abrir camino a empellones. Pero el país creció a menos de 1% anual promedio, el menor desde hace 40 años. Si la 4T va a ser viable, López Obrador sabe que México requiere un prolongado período de prosperidad. Y para eso se necesita concertar esfuerzos de todos, incluyendo de la iniciativa privada, responsable del 75% de la generación de la riqueza. De allí la necesidad de ese corrimiento hacia el centro.

López Obrador se inclinó por Claudia Sheinbaum, una científica moderna y capaz administradora, porque asumió que era la mejor opción para conseguir esta conciliación sin renunciar a las banderas del movimiento. La radicalización de estos últimos 100 días obedecería al deseo de imprimir un último empujón al péndulo, antes de que comience el regreso.

Bajo esta lógica, nos esperarían 30 días de emociones fuertes. Instalada la nueva legislatura, no hay límite. Pero el presidente tampoco come lumbre. Lo último que le interesa es dejar encendida la pradera a su relevo, tanto en términos de efervescencia social y política o, peor aún, de inestabilidad financiera (degradación en la calificación crediticia de México, salida de capitales o depreciación de la moneda).

Claudia Sheinbaum intenta minimizar esos impactos, tratando de suavizar la intensidad y velocidad de los cambios constitucionales y evitar así los daños colaterales que deje la percepción de que se trata de medidas autoritarias.

Pero no nos equivoquemos. Su primera prioridad es otra: garantizar al líder del movimiento que la continuidad y el respeto al espíritu de sus ideales queda incólume. Estamos tan acostumbrados a la no reelección, que no alcanzamos a percibir el hito histórico que representa el retiro de López Obrador. Los líderes políticos no dejan el poder cuando encabezan una transformación histórica, tutelan un movimiento que prácticamente les pertenece, tienen el apoyo de los militares, gobiernan en 85% de los poderes estatales, poseen más de 60% de aprobación y están en control de la mayoría constitucional para modificar lo que sea necesario. Claudia Sheinbaum está en la tarea de asegurarle que puede irse tranquilo y que su 4T no está en riesgo. Los que exigen que se deslinde desde ahora simplemente no entienden lo que está en juego. Lo dicho, serán 30 días decisivos para México.

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