La duda histórica
Cualquier persona que siga regularmente las noticias, y que a lo largo de ocho años haya escuchado distintas versiones oficiales sobre lo que sucedió con los estudiantes de Ayotzinapa, está en todo su derecho de preguntarse si lo que ahora se ha presentado es lo que realmente sucedió. La anterior “verdad histórica”, sostenida por las autoridades con toda la contundencia que otorga el control de la información y los procesos, es desmentida con la misma contundencia por las autoridades que ahora están en control de la información y los procesos. Una nueva versión oficial sustituye a la otra, y uno no puede dejar de pensar en la novela de George Orwell, 1984, en la que el gobierno reescribe una y otra vez los libros de historia para modificar el pasado según las necesidades políticas del presente.
Y como no hay una alternancia sexenal a la vista, todo indica que este dictamen será la verdad histórica al menos durante los siguientes ocho años. Aunque no se quiera reconocer, los que escribimos y hablamos en medios sobre el tema carecemos realmente de la información y las fuentes que poseen las autoridades, lo cual significa que solo queda hacer actos de fe o apelar a alguna suerte de razonamiento lógico para asumir o no que esta versión es la correcta (o, en todo caso, más o menos correcta que la anterior).
En otros temas el periodismo puede ofrecer una versión complementaria significativa y contrastante a la que presenta el poder, pero en lo de Ayotzinapa los hechos y los testigos han sido tan distorsionados (y eliminados) por sucesivas capas de encubrimiento destinadas a imponer la versión oficial del momento, que desde afuera resulta poco menos que imposible separar lo falso y lo verdadero.
Dicho lo anterior, intuitivamente me merece más confianza Alejandro Encinas que Tomás Zerón o Jesús Murillo Karam, responsables directos de la versión anterior. Pero asumo que podría tratarse de un sesgo político considerando las militancias de uno y otros. Personalmente no conozco a ninguno. En beneficio de Encinas habría que citar una reciente muestra de honestidad al afirmar que no coincide con la opinión de López Obrador de militarizar a la Guardia Nacional. No es poca cosa viniendo de un subsecretario de Gobernación subordinado al presidente, por no hablar del hecho inusitado de que ningún cuadro del obradorismo suele diferir públicamente de lo que sostiene el líder del movimiento.
También habla a favor del nuevo dictamen el hecho de que incrimina directamente a militares, al grado de que se estarían librando órdenes de aprehensión, pese a que a nadie escapa que las relaciones entre el poder ejecutivo y los generales nunca habían sido más estrechas. Más aún, no obstante los muchos rumores y evidencias sueltas que ya existían sobre algún tipo de involucramiento del destacamento militar en la región, las versiones oficiales anteriores habían intentado dejarlos fuera de la explicación. Bien por el reporte que habría vencido tales resistencias.
Por otro lado, arroja algunas dudas la elección del término “crimen de estado”, utilizado por Encinas. No se trata de un delito tipificado en el código penal, es decir, no hay una razón jurídica para invocarlo, sino política o, en el mejor de los casos, descriptiva. Los hechos relatados por Encinas en la presentación del informe están lejos de justificarlo. Por un lado, en la desaparición de los estudiantes afirma que habrían participado en distintos momentos policías municipales, presumiblemente al servicio de los narcos directamente ellos o sus jefes; por su parte, un teniente y sus soldados omitieron un protocolo para dar seguimiento a un militar infiltrado entre los estudiantes. De allí no se deriva que el Estado mexicano haya actuado como institución para asesinar a los normalistas, más allá del comportamiento corrupto y negligente de algunos de sus miembros.
Por otro lado, por “crimen de estado” Encinas podría estarse refiriendo no a la desaparición de los estudiantes sino a la intención posterior de encubrir la investigación y falsear los hechos para imponer una versión oficial. Esto podría ser más lógico. Pero al no precisarlo, y en una exposición dedicada sobre todo a relatar la nueva evidencia sobre la noche misma de la desaparición y asesinato de los estudiantes, hablar de un crimen de Estado parecería un desliz con fines mediático o políticos. Algo que no empata con el tono riguroso que empleó el funcionario y la credibilidad que persigue su informe. No pretendo minimizar el valor que representa llevar ante la justicia a funcionarios encumbrados que cometieron delitos durante la construcción de la anterior verdad oficial; deben responder por sus actos. Pero para que sea verosímil tendría que hacerse un esfuerzo para descontaminar de todo sesgo la investigación en contra de autoridades pertenecientes a una fuerza política distinta a la que detenta el poder. Tampoco ayuda que en la misma noche que Murillo Karam entra a la cárcel sea liberada Rosario Robles, dos casos sin relación entre sí salvo que pertenecían al mismo gabinete y la extraña coincidencia obliga a una lectura política. ¿Torpeza de la Fiscalía? ¿Mensaje?
Será útil conocer el posicionamiento de los padres de los estudiantes respecto a esta versión. La recibieron en presencia del propio López Obrador, pero hasta ahora se han mantenido cautos y esperan que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, GIEI, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, se pronuncie. Será interesante conocer su opinión, pues es la única entidad que además de las autoridades ha tenido acceso profundo a fuentes y testimonios.
Más allá de Ayotzinapa, han pasado inadvertidas las graves implicaciones políticas de uno de los hallazgos de este informe: el hecho de que los normalistas habían sido infiltrados por el ejército. No se trataba de un grupo criminal, más allá de la rijosidad que les caracteriza al presentar sus reivindicaciones, pero están lejos de ser un factor de inestabilidad política que amerite un espionaje permanente por parte de los militares y al margen de cualquier investigación policiaca. En todo caso, los normalistas formarían parte del pueblo bueno al que hace referencia el presidente. Que el ejército se infiltre en organizaciones criminales es entendible, pero que lo haga en organizaciones sociales es preocupante. ¿Qué otras áreas de la sociedad están siendo objeto de un espionaje por parte de los militares? ¿Bajo qué marco legal? ¿Quién lo supervisa? ¿Qué agenda política hay detrás de esas acciones? Preguntas pertinentes en momentos en que estamos discutiendo el traslado de la seguridad pública y la justicia a los soldados.