Jacques Derrida, la lengua prestada
No tengo más que una lengua y esta no es mía, escribió en pocas palabras el resumen de su vida. Había nacido el 15 de julio de 1930 en el suburbio El-Biar en Argel, en el seno de una familia sefardí procedente de Toledo en España, acogida a la ciudadanía francesa. Creció hablando árabe, y por supuesto francés, aunque su lengua materna habría sido el hebreo, que quedó también proscrito. Hablaba una lengua prestada.
Con el paso de los años y una vida azarosa se convirtió en uno de los filósofos más significativos del siglo XX. Inscrito en la tradición postmarxista se enfocó en el estudio del lenguaje, quizá provocada por aquella sensación de ser extranjero en su propia tierra. Su nombre original había sido Jackie, él luego lo ajustó a la lengua impuesta, pero en casa y para sus amigos siempre fue Jackie; otra palabra prestada… de una película. Efectivamente sus padres habrían visto la cinta The Kid, del célebre Charles Chaplin quién se había convertido en un símbolo de resistencia para los argelinos.
Desde niño vivió la segregación. Cuando tenía doce años, un día, al llegar a la escuela le informaron que no podría asistir más a las clases. Fue excluido del sistema escolar debido a la disposición del gobierno colaboracionista de Vichy que eliminaba la ciudadanía francesa a todos los judíos argelinos. Volvió a la escuela un año después cuando las tropas aliadas llegaron al Norte de África, pero la huella le había quedado marcada en el alma.
Tenía 15 años cuando terminó la guerra, y 19 cuando abandonó Argelia por primera vez para ir a Paris a estudiar en uno de los mejores liceos de Francia, el Louis-le-Grand. Luego fue admitido en la prestigiosa École Normale Supérieure en 1952 en su tercer intento. Derrida participó activamente en las protestas de 1968. En 1974 fundó el Grupo de Investigación sobre la Enseñanza de la Filosofía.
En 1980, defendió una tesis doctoral en la Sorbona, basada en sus publicaciones, y en 1983 fue nombrado “Director de Estudios” en la École des Hautes Études de París. Recibió una docena de doctorados honoris causa de instituciones como la Universidad de Columbia, la New School of Social Research y el Williams College en Estados Unidos; las universidades de Cambridge y Essex en Inglaterra; y universidades de Bélgica, Hungría, Rumania, Polonia, Italia y Canadá. Políticamente comprometido, se significó, entre otras cosas, por su apoyo a los intelectuales checos, por su actividad en contra del ‘apartheid’ sudafricano o por su preocupación por la situación del pueblo palestino.
Acuñó el término deconstrucción, que no es un método, por tanto no contiene reglas, hipótesis y variables ni tampoco posee instrucciones tipo manual, ni frases preestablecidas que encaminan a un resultado. Es una forma de entrar en contacto con el lenguaje, es un instrumento filosófico dentro del estudio de la diferencia. La deconstrucción se propone construir y no destruir. Propone una construcción crítica que permita ver el mundo de una forma distinta. Está lejos de la visión programática, de la filosofía de categorías, términos y principios establecidos de acuerdo a una jerarquía inamovible e incuestionable. Así reconstruir, no significa destrucción o caos, sino una forma de interrogar un texto, una disposición, un discurso de poder, incluso la filosofía misma.
Derrida pugnó por el derecho no sólo a vivir, sino a llevar una vida digna de ser vivida. Unas semanas antes de su muerte concedió una entrevista al periódico Le Monde de Paris realizada por Jean Birnbaum y publicada el 19 de agosto de 2004, en la que reflexionó: “… no, nunca he aprendido a vivir. ¡Pero ahora, en absoluto! Aprender a vivir debería significar aprender a morir, a tener en cuenta, para aceptarla, la mortalidad absoluta (sin salutación ni resurrección ni redención) -ni para uno mismo ni para el otro. Después de Platón se trata de la gran interpelación filosófica: filosofar es aprender a morir.”
La muerte le sorprendió el 9 de octubre de 2004. Aquella sensación de ser un extranjero en su tierra le siguió hasta entonces. Lo que comenzó con el no ser admitido a clase de niño, siguió con las dificultades para el ingreso a la universidad, y la negativa a hacer una carrera académica en Francia, el rechazo del establecimiento cultural de Paris y aun después de su muerte, los obituarios satíricos del New York Times terminaron con el reconocimiento a su figura mediante un gran homenaje nacional realizado por el gobierno de Jacques Chirac. La vida de aquel niño nacido en una familia judía de Argelia, con nombre americano, obligado a hablar francés, se convirtió en símbolo intelectual del pensamiento contemporáneo. Había muerto aquel ciudadano de ninguna parte, y había sobrevivido la obra del hombre cosmopolita, que al fin, fue reconocido en su tierra.
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