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Hasta siempre, Víctor 

El año no podía terminar sin llevarse a un personaje ubicado entre mis caros afectos. Ya me lo hizo una vez, hace exactamente un decenio, cuando en vísperas del nuevo, el viejo se cargó a mi hermano y, ahora, cuando está por terminar, se ha llevado a uno de los seres con los que probablemente compartí más lazos familiares y amistosos, momentos, vivencias, aficiones y experiencias en esta añeja existencia mía que, cada vez con más frecuencia, me inspira para escribir sentidas elegías, a lo mejor con la ilusión de que alguien, en una fecha no muy remota me rinda, aunque inmerecido, un tributo similar.

Andaría yo por los trece de edad, cuando conocí a Víctor Manuel Cuéllar Luna, desde entonces maestro en el Instituto de Ciencias y muy allegado al profe Kelly, mi primo político que era su colega y con quien armaba la bohemia, a más tardar, cada ocho días, haciendo gala de su potente y bien timbrada voz. En pleno furor de mi beatlemanía, poco reparo ponía en aquellos boleros románticos con los que ambos se lucían en canto y guitarra, pero bien pude conocer el entusiasmo y sentimiento que pocos como él podían expresar a través del canto y que con idéntica emoción lo hacía también en las aulas, como maestro de literatura que contagiaba su amor por las grandes obras y, en lo particular, me puso en maravilloso contacto con Juan Rulfo.

Dos o tres años después, reconocí aquella misma voz que cierta noche entonó al pie de mi ventana “Despierta, dulce amor de mi vida”, en complicidad con el alumno del Ciencias que por entonces fue mi primer novio y me llevó serenata acompañado por el joven maestro que, con acciones como las que solo un afectuoso camarada podría desplegar, ganó el entrañable afecto de miles de muchachos que hoy lamentan su partida.

El maestro, mi maestro en cuantas ocasiones solicité su consejo y asesoría, emprendió el camino sin regreso

La vida nos reunió de nuevo cuando, convertida en una joven pero muy respetable mentora, por su intercesión entré a trabajar al Ciencias, teniéndolo como director y colega entrañable. Ahí, fui maestra de su hijo mayor y mis herederos convivieron como compañeros de sus hijas, con quienes trabaron una amistad que ha perdurado por más de tres decenios. Y fue también en el Instituto donde comencé a mover mi pluma amateur en la confección de Calaveras y Pastorelas que, durante la decena de años que laboré ahí, escribí bajo el entusiasta aliento y rigurosa revisión de tan reconocido maestro de las letras castellanas.

En tales celebraciones, como en tantas otras que nos inventábamos para convivir amistosamente con docentes de todas edades, Víctor y una servidora llegamos a desempeñarnos como cantantes de ocasión a dúo, hecho que quedó fotográficamente documentado en uno de los anuarios escolares, bajo el poco honroso título de el “Dueto Miseria” entonando a dos voces, con harto sentimiento y cara de sufridora circunstancia, su gustado éxito “Júrame”.

Mucho tiempo pasó antes de coincidir de nuevo con quien también fue maestro de mi hoy esposo y padrino de bautismo de un sobrino, en unas vacaciones en Puerto Vallarta, donde la velada que pasamos se nos fue en recuperar el interminable recuento de anécdotas y personas que poblaron nuestra estancia en el Ciencias, sin omitir desde luego las memorias gozosas y dolorosas que derivaban del fervor compartido por las Chivas del Guadalajara.

Retirado de sus grandes pasiones por motivos de salud, el maestro, mi maestro en cuantas ocasiones solicité su consejo y asesoría, emprendió el camino sin regreso, pero se quedó seguramente en el corazón de quienes tuvimos el privilegio de convivir con él. Hasta siempre, querido Víctor.

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