Hacer o no hacer
Una escritora mexicana amiga mía, XXX (la situación es tan peligrosa que no quiero señalarla más dando su nombre), me mandó un e-mail desconsolado hace unos días contándome una historia tétrica: en el penal estatal de San Miguel, en Puebla, había aparecido en la basura el cadáver de un bebé de tres meses con una incisión en el vientre. La noticia salió de refilón en un diario y nadie pareció hacerle el menor caso. Mi amiga se espantó: que no se intentara esclarecer cómo había llegado ese bebé a la prisión, si lo habían matado allí o dónde y por qué, le pareció que traspasaba un colmo inadmisible del horror y de la impunidad. De manera que convocó una concentración ante el penal para pedir que se investigara el asunto y cuando llegó allí descubrió que ella era la única persona que había acudido a manifestarse. Por fortuna también estaban presentes periodistas de 18 medios que habían ido a cubrir el acto, ahora reconvertido en protesta individual. El tema salió abundantemente en prensa (EL PAÍS publicó un amplio reportaje) y empezó a rodar.
Las autoridades tuvieron que actuar: detuvieron a 21 personas y destituyeron al director del penal, pero al parecer la trama aún no ha sido desenmascarada por completo. Se supo que el bebé había muerto cinco días antes de ser encontrado en la basura; falleció tras varias operaciones abdominales en un hospital de Ciudad de México, a 140 kilómetros de Puebla. El niño llevaba un brazalete sanitario con su nombre; cuando los medios difundieron sus datos, los padres del bebé, horrorizados, corrieron al cementerio y descubrieron que el cadáver había sido robado. La dudosa hipótesis oficial es que algunos internos usaron el cuerpo para crear escándalo y echar a los mandos del penal. La familia se encuentra amenazada y no quiere seguir haciendo declaraciones. Cuando la ley se tambalea, triunfa el infierno.
En lo poco que va de año (espero que la cifra no haya aumentado cuando salga este artículo), cuatro periodistas han sido asesinados en México, un país que, según Reporteros Sin Fronteras, lleva tres años consecutivos siendo el que más informadores mata en todo el mundo. Denunciar monstruosidades como la del bebé en la basura conlleva un riesgo enorme; hace falta tener un coraje cívico, personal y moral extraordinario. Es mucho más fácil callarse, elegir esa pasividad que aparentemente no te ensucia: yo no hice nada, alegan los tibios de corazón, creyendo demostrar con eso su inocencia. Yo no hice nada, dicen, ante un linchamiento, un abuso, un acoso. Cierto, no lincharon, no abusaron, no acosaron, pero lo permitieron. El Mal triunfa porque lo consentimos.
Hacer o no hacer. Creo que esta dicotomía es tan esencial como el célebre “ser o no ser” shakespeariano. Porque Hamlet dudaba entre vivir o suicidarse, pero optar entre hacer o no hacer nos define de manera radical como personas. No estoy hablando de que todos estemos obligados a ser héroes: siento un respeto absoluto ante el miedo insuperable. O sea, comprendo muy bien que haya periodistas mexicanos que se callen, o que se marchen de su país. Creo que yo no tendría el valor que muchos de ellos muestran. Pero el ejemplo de su coraje resalta aún más la miseria de la pasividad humana en tantas otras situaciones que no son arriesgadas. Y es que la vida nos está planteando todo el tiempo esa pregunta: ¿haces o no haces? ¿Vas a escoger intervenir, o prefieres la cómoda, cobarde y sucia pasividad?
Como prefirieron la pasividad todas esas personas que pasaron durante nueve horas al lado del fotógrafo suizo René Robert, de 84 años, que se cayó al suelo a las nueve de la noche en una transitada calle de París el pasado 19 de enero. Nadie se acercó. Nadie lo atendió. A las seis de la mañana, un ciudadano que sí lo hizo, el único, avisó a urgencias. Ya no pudieron reanimarlo. Había muerto de frío. Hipotermia severa, es el término clínico. Me pregunto cuántas decenas de personas pasaron a su lado y eligieron no ver y no actuar. Hay gente que, como mi amiga XXX, arriesga su vida por hacer lo que debe, y hay otros que prefieren no hacer nada por mera y banal comodidad, para no complicarse la existencia. Y así, poco a poco, casi inadvertidamente, omisión tras omisión, acabas convertido en un canalla.
©ROSA MONTERO./ EDICIONES EL PAÍS, SL 2022