Guillermo Vidaurrí Cosio
Con el último adiós ayer a Guillermo Cosío Vidaurri en el templo de la Capilla de Jesús, su barrio tapatío natal, luego de una serie de homenajes de cuerpo presente que se le brindaron como despedida en el Ayuntamiento de Guadalajara, el Congreso, Palacio de Gobierno, el Colegio de Notarios y la sede estatal del PRI, todos ellos espacios de poder en los que fue protagonista, se fue un político de época y la última gran figura de la clase política priista local y nacional de la era cuando el PRI era en la práctica el partido político único en un México autoritario y antidemocrático.
Su sueño de gobernar Jalisco lo fue forjando, con un olfato y tacto político que pocos tenían para entender los ritos, tiempos, reglas y formas del poder de aquel tiempo, prácticamente desde su etapa de estudiante de Derecho en la Universidad de Guadalajara.
Más que en las aulas de universidades extranjeras, y como lo dictaba el momento, el oficio de la política y del ejercicio del poder lo empezó a labrar desde modestos cargos en la administración pública, hasta llegar como ministerio público a la entonces Procuraduría estatal, y más adelante a la alcaldía de Guadalajara.
Ya en ese momento, amplio conocedor de los botones y pasillos del poder del sistema político mexicano vigente, Cosío supo que había que tejer alianzas en el centro del país, en aquel México profundamente centralista, para entrar a los círculos más altos del priismo, y conseguir desde ahí más rápido su sueño de llegar al Palacio de Gobierno de Jalisco.
Muestra de su talento y habilidad política fue que en aquella mudanza, no sólo escaló hasta ser director del Metro en la Ciudad de México, sino que se convirtió en el número dos de la Jefatura de Gobierno de la capital del país, y también en el número dos del PRI a nivel nacional, que lo convirtió en uno de los hombres más poderosos de México.
Esa ruta desembocó en la gubernatura anhelada en 1989. Para nada fue el mejor momento. Un año antes había llegado a la Presidencia de la República, Carlos Salinas de Gortari, representante de la nueva generación de tecnócratas priistas cuyo principal objetivo era desplazar a sus correligionarios de viejo cuño, entre los que sin duda destacaba Cosío Vidaurri.
Ese recelo, que creció por los desacuerdos en el palomeo de candidaturas para las elecciones intermedias, quedó más que patente en el rudísimo trato que le dio en medio de la tragedia de las explosiones del 22 de abril de 1992, al grado que los cosiístas concluyen que aquello no pudo ser accidente sino la utilización del ya existente robo huachicolero de Pemex para acabar de desestabilizar al Gobierno estatal, que ya enfrentaba fuertes reclamos de la iniciativa privada local y organizaciones ligadas al PAN por acusaciones de corrupción y situaciones de inseguridad y violencia.
Pese a la enorme popularidad y formación con la que llegó, Cosío no pudo sortear esa crisis política y tuvo que dejar la gubernatura a medio camino. Ese episodio lo marcó para siempre, pero por las muestras de afecto y reconocimiento vistas los últimos dos días de sus funerales, el balance final de sus aportaciones por la “grandeza del Estado”, como rezaba su lema de campaña, fue más que positivo.
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