Familias binacionales que parecen invisibles
La integración con Estados Unidos no es solamente material; las cifras económicas son impactantes, pero tras ellas tenemos un tejido social integrado por familias binacionales, integradas por personas que son parte de ambas naciones. Algunas cifras ponen de relieve su importancia:
En México, hay más de un millón de familias que tienen un miembro nacido en los Estados Unidos. La comunidad mexicoamericana representa ya más del 10% del total de la población estadounidense, formada por más de 33 millones de personas. La mayoría son mexicanos por nacimiento. Los mexicanos en Estados Unidos, incluidos los de segunda y tercera generación, contribuyen con el 8% del PIB de Estados Unidos (Fundación BBVA Bancomer, 2012).
Los 7.2 millones de niños que viven en un hogar de inmigrantes mexicanos en Estados Unidos tienen al menos un padre nacido en México (42%), y la mayoría de estos menores de edad (89%) nació ya en Estados Unidos. De forma muy conservadora, se calcula que en México hay 1.8 millones de familias binacionales que reciben remesas de los Estados Unidos.
Los vínculos de relación entre los mexicanos y los estadounidenses están profundamente arraigados en el tejido familiar, y esta relación se expresa en rostros de personas trabajadoras, alegres y emprendedoras, muchas veces maltratadas, que son la parte más importante de la relación entre las dos naciones. La integración regional no es circunstancial a los negocios, sino que trasciende a la profundidad del tejido social en cientos de ciudades de ambas naciones.
Hemos pasado ya la realidad descrita por aquella canción que decía “acá de este lado puro mexicano y allá de aquel lado puro americano”, para dar paso a la nueva comunidad de familias binacionales que se asientan en casi todas las ciudades importantes de nuestras naciones. Esta realidad, un tanto invisible, tiene sus aspectos amargos: en la frontera hay esposos separados por esa cicatriz, hay hijos que no pueden ver a sus padres por quince años o más, hay nietos que no pueden conocer ni a su abuela ni a sus tías; y también hay los estadounidenses que viven de este lado y trabajan todos los días en suelo de California o Texas. Los tres mil kilómetros de frontera entre México y Estados Unidos son a la vez una cicatriz que une y divide al mismo tiempo. Una huella de contraste, injusticia, violencia y sueños por cumplir. Y en un amplio territorio en donde viven estas familias, se extiende un tejido que une las historias de miles de mexicanos y estadounidenses que dejan un trozo de su vida en ambos lados.
Las familias divididas, los familiares que se aman sin encontrarse injustamente, no son minorías estadísticas, sino vidas que deben ser respetadas de ambos lados de la frontera. Sus rostros denotan la injusticia y merecen atención de parte de las autoridades de ambas naciones. Los programas para atenderlos son claramente insuficientes y del lado mexicano es necesario emprender acciones legislativas para impulsar el reencuentro de personas, para proteger a los menores, para otorgar apoyos a quienes carecen de asistencia médica. Cientos de miles de personas han trabajado en ambos lados de la frontera y, luego de los años, han quedado desamparados. Un verdadero cambio social en México no puede dejarlos de lado. Ahí está una clave en el futuro de la relación bilateral. Sí, las remesas son un aspecto material, pero lo que realmente importa son las personas. Nadie es ilegal y nadie debe ser invisible en estas familias que hoy por hoy son un pilar del sustento y de la gobernabilidad de nuestro país.
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