Estados de excepción
“En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá Comandancias Militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del Gobierno de la Unión; o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas.” Esto dice hoy el artículo 129 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, y así viene diciendo desde 1917, es la redacción del texto firmado en Querétaro.
“En tiempo de paz ningún miembro del Ejército podrá alojarse en casa particular contra la voluntad del dueño, ni imponer prestación alguna. En tiempo de guerra los militares podrán exigir alojamiento, bagajes, alimentos y otras prestaciones, en los términos que establezca la ley marcial correspondiente.” El artículo 16 tira una línea entre lo civil y lo militar, refrenda que hay tiempos de guerra y tiempos de paz. El artículo 19 estipula da pistas para columbrar cuándo corren unos u otros: “En los casos de invasión, perturbación grave de la paz pública, o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto, solamente el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, con la aprobación del Congreso de la Unión o de la Comisión Permanente cuando aquel no estuviere reunido, podrá restringir o suspender en todo el país o en lugar determinado el ejercicio de los derechos y las garantías que fuesen obstáculo para hacer frente, rápida y fácilmente a la situación; pero deberá hacerlo por un tiempo limitado, por medio de prevenciones generales y sin que la restricción o suspensión se contraiga a determinada persona.” Ante eventualidades como las enunciadas, que demanden acciones, de la autoridad, que requieran que ciertos derechos sean suspendidos, la Constitución tiene una vía, siempre y cuando se marquen fronteras temporales y se salvaguarden derechos que, sin importar las circunstancias, son intocables: “En los decretos que se expidan, no podrá restringirse ni suspenderse el ejercicio de los derechos a la no discriminación, al reconocimiento de la personalidad jurídica, a la vida, a la integridad personal, a la protección a la familia, al nombre, a la nacionalidad; los derechos de la niñez; los derechos políticos; las libertades de pensamiento, conciencia y de profesar creencia religiosa alguna; el principio de legalidad y retroactividad; la prohibición de la pena de muerte; la prohibición de la esclavitud y la servidumbre; la prohibición de la desaparición forzada y la tortura; ni las garantías judiciales indispensables para la protección de tales derechos.”
Reconforta recurrir a la norma básica y recordar que, en medio de una guerra crudelísima, la Revolución, a finales de 1916, militares y civiles se avinieron a ponerse cada cual en su sitio, por un anhelo elemental: hacer posible la nación; de este modo, ya con la paz instalada, lo militar por allá, sólido, constante, confiable, y el resto de la República, por acá, nuestra, compartida, plural, comandada por civiles. Se determinó así porque la experiencia y las lecciones de la historia se impusieron. Con tensiones, simulaciones y presiones, coyunturales o por convicción de algunos grupos marciales, con uniforme o sin uniforme, las delimitaciones se mantuvieron. Hasta que un simplista, casi ignorante afán transformador decidió que era tiempo de otros tiempos, ni de paz (es claro que no la hay, quizá ni se busca) ni de guerra (es claro que estamos en medio de una que se libra de manera diferente, conveniente para unos pocos); tiempos otros, en ruta hacia un destino pintado de verde olivo que ni los promulgadores de la transformación espuria, ni sus palafreneros han querido explicitar, no al menos con el ejemplo que conocemos del Congreso Constituyente del 17.
El general secretario de la Defensa Nacional, Luis Cresencio Sandoval, engalonado como pa´ir de guerra, soltó una arenga en la ceremonia en honor de los Niños Héroes. De su mensaje podría ser provechoso resaltar lo siguiente, e incluirlo como nota al pie de las legislaciones castrenses que están germinando -fertilizadas desde Palacio Nacional- en el Congreso: “quienes integramos las instituciones tenemos el compromiso de velar por la unión nacional y debemos discernir de aquellos que, con comentarios tendenciosos generados por sus intereses y ambiciones personales, antes que los intereses nacionales, pretenden apartar a las Fuerzas Armadas de la confianza y respeto que deposita la ciudadanía.” Es decir: el compromiso (que vaya cualquiera a entender qué es el “compromiso” para un militar) antes que lo que impone la ley; la “unión nacional”, qué significa para él, a la vuelta de lo que dispone la Constitución, y quién determina cuáles comentarios la encementan y cuáles la cuartean. Y de la libertad de expresión y de pensamiento, el soldado con sus medallas de parapeto afirma que deben ser ajenas a intereses y ambiciones personales ¿por qué? ¿Él tiene el don de reconocerlos? ¿En cuál código se establece? Tal vez en el que el divisionario inscribió su credo personal que, digámoslo de una vez, es el único que ha de parecerle útil a los intereses nacionales.
Otra vez, artículo 129: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar.” Puede que el general sepa algo que nosotros no y por eso se envolvió en la zalea política, o tal vez sólo supone que no echaremos mano de la memoria colectiva: los tiempos de paz están reservados para algunos estratos socioeconómicos, en regiones determinadas; los tiempos de las leyes marciales de facto son constantes para las clases vulnerables, especialmente en zonas ya identificadas por la historia. Chiapas, Guerrero, Oaxaca y tantos sitios rurales en el resto de la atribulada República ¿gozan de una seguridad pública mayor, de paz? Habrá que comentarle al general que, si quiere, eso sí lo podemos discernir colectivamente.
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