Ideas

España en el escaparate

José Varela Ortega debe haber trabajado en la documentación de su extraordinario libro España: un relato de grandeza y odio (Espasa) muchos años y no hay duda que seguirá trabajando en él, en cada una de sus reediciones -va ya en la segunda-, porque este ensayo es una de esas tentativas imposibles que, muy de cuando en cuando, se imponen a sí mismos ciertos autores de excepción, y de los que resultan, también a veces, admirables realizaciones, como los ensayos históricos de la polémica famosa entre Américo Castro (España en su historia) y Sánchez Albornoz (España: un enigma histórico). Su libro está a esas alturas intelectuales y, en su campo específico, no hay ninguno que se le compare.

Conviene, ante todo, decir que este ensayo tiene muy poco que ver con el libro de Elvira Roca Barea, Imperiofobia y leyenda negra, interesante investigación que comenté en esta misma columna y que estudia, como indica su título, las falsedades, exageraciones y absurdas fantasías que para mermar el prestigio de España difundieron sus enemigos. El de José Varela Ortega es mucho más ambicioso y se propone nada menos que historiar todo -sí, todo- lo que han dicho a favor o en contra de España, sus amigos, adversarios y, entre ellos, por supuesto, no sólo los extranjeros sino también los propios españoles. Y, la verdad es que, aunque su empeño era inabarcable, uno tiene la impresión, leyendo este grueso volumen, de que estuvo a punto de alcanzarlo. Su búsqueda no se limita a libros y periódicos, sino también películas, tanto ficciones como documentales, cuadros, grabados, fotografías, tiras cómicas y hasta memes y chismografías orales.

Aunque parezca mentira, este libro está muy lejos de ser un simple catálogo, y se lee con un interés sostenido, por su amenidad y la ironía, que Varela Ortega debe haber heredado de sus maestros ingleses pues se formó en Gran Bretaña, con que, manteniendo una perfecta neutralidad sobre aquello que cuenta, lima las aristas de las mentiras excesivas o los elogios desmedidos, se burla de las tonterías e idioteces, y detalla con simpatía las cosas inteligentes y creativas que han dicho sobre España tanto sus impugnadores como sus defensores.

Una conclusión evidente es que, en cada período histórico en que han gozado de libertad -no han sido muchos en su trayectoria- los españoles se cuentan más entre quienes han sido críticos feroces de su país que entre quienes lo defendían y valoraban. Esto no es una crítica sino un elogio, porque lo que mantiene viva a una sociedad y la hace progresar no son el ditirambo y la adulación sino el espíritu pugnaz y la actitud indómita, es decir, el cuestionamiento constante de sus instituciones y costumbres por sus intelectuales y dirigentes políticos. España es el único caso, en la historia, de un imperio que en plena conquista de América reúne, por exigencia de sus críticos, sobre todo religiosos, una gran asamblea en Salamanca para determinar si era justa o injusta la conquista y si los indígenas -¿eran hijos de Dios y tenían alma?- estaban bien tratados. En Inglaterra u Holanda, alguien como el indomable agustino Bartolomé de las Casas y sus hirientes ataques a la ocupación de América por los conquistadores, hubiera sido ahorcado, por supuesto. Y el Siglo de Oro, cuando España alcanza una superioridad intelectual sobre el resto de Europa, antes que comience la decadencia, es una época de crítica profunda, saludable en el caso de un Cervantes, y retorcida y amarga en el del desafortunado Quevedo, por ejemplo.

El caso de la generación del 98 y sus ramificaciones es muy interesante y está espléndidamente reseñado en el libro de Varela Ortega. La desaparición de la última colonia -Cuba-, la derrota en la guerra con los Estados Unidos, lleva a sus miembros a descubrir su propio país. Con ojos críticos, sí, pero también comprensivos y generosos, y a abrirse a Europa y al mundo, de los que sus congéneres estuvieron apartados demasiado tiempo, y es a través de ese contacto con el propio país y sus mejores tradiciones que escritores como Azorín, Valle-Inclán, Unamuno, Pérez de Ayala, para no hablar del principal rompedor de fronteras, Ortega y Gasset, conectarán con el resto del planeta. España vuelve a ser, desde el punto de vista intelectual, un país europeo y no sólo consumidor sino productor de ideas y logros artísticos, literarios y filosóficos. El país se pone de moda y muchos extranjeros lo visitan o se instalan aquí, atraídos por el “color local” -el flamenco, las ruinas, los toros- y algunos de ellos dejan testimonios tan estimulantes como los de Gerald Brenan o George Borrow.

Mención aparte merecen las notas a pie de página de España: un relato de grandeza y odio. Son abundantes y a veces muy largas, pero nunca están de más y se leen como pequeños ensayos independientes. Le sirven a Varela Ortega para constituir un relato aparte, menos importante que el principal, pero siempre iluminador, y con frecuencia divertido por los rasgos de humor y de erudición pintoresca que delatan. A mí me han recordado estas notas a pie de página las que acompañan el espléndido ensayo sobre La Celestina de María Rosa Lida de Malkiel. “¡Cada nota es un verdadero artículo!” exclamaba mi amigo Sergio Beser, con quien leímos al mismo tiempo ese soberbio logro de agudeza crítica y erudición, cuando éramos profesores allá en la Inglaterra de los años setenta.

Las conclusiones que pueden sacarse de este ensayo son perfectamente previsibles: sobre España y los españoles se ha dicho todo lo que se puede decir, sobre todo en lo excesivo: el país es triste y alegre, sus habitantes gárrulos o escuetos, apasionados o austeros, místicos y sensuales, violentos y pacíficos, crueles y generosos, como si, de acuerdo a la idiosincrasia y los valores de cada época, España y los españoles los encarnaran siempre, pese a ser incompatibles entre sí. ¿No se podría decir lo mismo de todos los países? Sin duda. Porque, simplemente, la unidad que buscan aquellas fórmulas no existe ni ha existido nunca, salvo en las fantasías de los ideólogos. Un país es un hormiguero donde, por debajo de la superficie que podría parecer uniforme e idéntica, estallan las diferencias. Y mucho más en nuestra época, que ha hecho desaparecer todas las tribus, es decir, aquel periodo histórico cuando el individuo no existía todavía y el ser humano era solo parte de la comunidad. Es verdad que las distintas lenguas fueron diferenciando a las sociedades, así como las creencias religiosas, y los usos y costumbres, pero uno de los grandes méritos del libro de José Varela Ortega es demostrarlo en un caso concreto y específico. La visión de España delata mucho más la subjetividad de quienes la elogian o la impugnan, que la realidad diversa y múltiple que ella es, un país antiguo, el más longevo imperio europeo, que, a través de múltiples vicisitudes se fue extendiendo y conformando un gigantesco conglomerado de seres diversos, unidos por el idioma y la historia, donde, a condición de buscarlo sin prejuicio, cabe el mundo entero en su fantástica diversidad. El libro de José Varela Ortega será uno de esos ensayos memorables que se seguirá leyendo cuando todo ello sea evidente, si los prejuicios nacionalistas -quién iba a decir que resucitarían- lo permiten y no nos ciegan otra vez.

Madrid, enero de 2020.

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