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Era con bisturí y no con machete

Hace tiempo que se manifestaba en diferentes foros la necesidad de revisar y reformar el entramado institucional que vio su origen al inicio de la transición democrática en México. Como sabemos, éste fue construido en buena parte para atender la profunda desconfianza que la ciudadanía tenía hacia las acciones del gobierno, tras la experiencia del régimen anterior, en el que la concentración de poder, la falta de contrapesos efectivos y la opacidad gubernamental eran la norma que abría la puerta a toda clase de excesos y arbitrariedades. 

Es innegable que desde entonces, a la fecha, se lograron avances. La creación de organismos autónomos orientados a la evaluación, transparencia y rendición de cuentas, así como la consolidación de un sistema electoral sólido y confiable, fueron algunos de ellos. No obstante, estos cambios institucionales no se sumaron a políticas públicas que lograran transformar de fondo la vida cotidiana de las mexicanas y los mexicanos. Terribles brechas de desigualdad persisten, la corrupción sigue siendo un problema endémico y el porcentaje de la población que vive en situación de pobreza aún es alarmante. Visto así, la transición del régimen autoritario a la nueva democracia no cumplió con sus promesas de transformación social y económica. A pesar de las buenas intenciones, el paso del tiempo nos ha revelado que este proceso dejó muchas tareas pendientes y una profunda ausencia de resultados concretos para la ciudadanía.

Este escenario se convirtió en caldo de cultivo para que permeara en la sociedad la narrativa de que las instituciones que fueron clave para la transición democrática mexicana se habrían convertido en costosas organizaciones cuyas funciones se empataban con las de otros órganos de gobierno o que, en su caso, podrían ser adoptadas por éstos, por lo que lo mejor era desaparecerlas para trasladar el alto gasto que se hace en ellas al fondeo de proyectos sociales con beneficios directos para la población. A este discurso respondieron las iniciativas de reforma que el presidente hizo llegar a principios de año a la Cámara de Diputados y entre las que se encuentra la recién aprobada Reforma al Poder Judicial.

Lo que pasaba por alto este discurso es que la mayoría de estos órganos autónomos, entre ellos, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofece) y el Consejo Nacional de Evaluación de la Política y Desarrollo Social (Coneval), tienen como misión observar, transparentar y evaluar la acción de gobierno, con el fin de evitar que se tomen decisiones “en lo oscurito” o “secretas” como pasaba en la etapa autoritaria de nuestro país. 

En las últimas semanas fue señalado por diferentes liderazgos y sectores políticos y sociales que las reformas debían ser evaluadas, que se requería el diálogo abierto para que sus consecuencias fortalecieran la democracia mexicana y no diluyeran su entramado institucional, asimismo, se señaló al Ejecutivo de buscar la concentración de poder al proponer la eliminación de las instancias que evalúan y le ponen frenos a su ejercicio de gobierno. La respuesta de la presidencia fue una negación, que no encuentra hoy argumento válido, tras el aciago ejercicio del pasado martes para lograr la aprobación de la reforma judicial en el Senado. 

Lejos de alentar el debate, el diálogo plural, abierto y racional, se decidió aplicar oídos sordos y la guillotina reformista. Tras este ejemplo, parece que las reformas estarán muy lejos de erigirse como una oportunidad para fortalecer a las instituciones. La reforma al Poder Judicial, en los términos en que se ha aprobado, y la eliminación de los organismos autónomos favorecen la concentración de poder en el Ejecutivo y trastocan el sistema de pesos y contrapesos configurado tras el fin del periodo autoritario. Esta es una condición que pone en alto riesgo de regresión autoritaria a una democracia aún endeble como lo es la mexicana.

La necesidad de realizar reformas no era un proceso ajeno a la sociedad, sino una demanda latente que requería un proceso abierto, plural y democrático, y no uno abrupto y unilateral. Lo que necesitaba México era atender con bisturí y no con machete estas cirugías; la urgencia, sin duda, era perfeccionar para consolidar, no eliminar y generar de nuevo vacíos. Impulsar modificaciones incrementales, cuidadosamente planificadas, que fueran capaces de corregir las deficiencias del sistema nos permitiría avanzar sin destruir lo bien edificado. 

Las decisiones que ha tomado el Ejecutivo, en bloque con su mayoría en el Legislativo, podrían llegar a afectar la propia legitimidad de su partido. El proceso de los últimos días ha diluido el discurso que apelaba a las buenas intenciones y ha puesto en relieve la fuerza que toman en su interior los intereses de tinte autoritario. Resulta paradójico que el oficialismo justifique una reforma al Poder Judicial, por la corrupción y malas prácticas de sus miembros, recurriendo a las mismas herramientas que denuncia para asegurar su aprobación, entre ellas el uso faccioso de las instituciones de procuración de justicia para amedrentar a senadores de oposición, para que no se puedan presentar al pleno a defender su postura y ejercer su voto en libertad. Este ejemplo expone una contradicción fundamental: se busca combatir el abuso de poder utilizando el abuso del poder, a partir de la manipulación a modo del Estado. Este enfoque deslegitima el proceso que ha dado lugar a la reforma y erosiona aún más la confianza ciudadana en las instituciones y en el Estado de derecho.

Al nacer a través de un proceso antidemocrático, caracterizado por la arbitrariedad y la calumnia, no se puede esperar que la reforma provoque una transformación que haga más accesible y eficiente al sistema judicial mexicano.

La democracia no se construye por la vía de la imposición, sino a través de acuerdos y compromisos. En un contexto de polarización política y social, es fundamental que las reformas institucionales sean vistas como un trayecto que debe ser compartido, cuyo resultado debe provenir del consenso y nunca del ejercicio irracional del poder. Es imperante seguir luchando por ello.

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