En las redes de Birján
Con el marido más comprensivo y menos demandante del planeta, y libre ya de las faenas cotidianas que imponen los hijos, me encuentro por hoy con el tiempo suficiente para darme al ejercicio de algunos desvaríos, entre los que destacan la práctica de la alimentación fuera de casa, el consumo recurrente y obsesivo de series televisivas y mi inexorable afición por el juego que, en cualquiera de sus formas y modalidades, data desde mis días de infancia cuando, saltando sobre un bebeleche (avión, le llaman los ajenos al terruño) pintado en el arroyo de la calle casi sin carros en circulación, sobre una mesa dispuesta para el juego de lotería, serpientes y escaleras y damas chinas o sentada en el piso manoteando la matatena, discurrieron las felices horas que dejaba libres la engorrosa tarea escolar.
Con la adolescencia y temprana juventud llegaron las barajitas y el dominó con los amigos y, poco después, los primeros y muy rudimentarios videojuegos con mis hijos, a los que me entregué con el mismo furor de mis primeros años. Pero, por esa lógica que impone la edad que no para de galopar, y sin haber renunciado a mis placeres mozos, en el lustro más reciente, mi sempiterna devoción lúdica se ha reducido a la ocurrencia a uno de los tantos y tan entretenidos centros de cobijo para la tercera edad, de cuyas huestes ya formo parte y para la que tan convenientemente cuento con la complicidad de mi hermana, quien pasó a ser miembro del gremio algunos años antes que yo.
Así que hoy les comparto en este espacio algunos jirones de la experiencia de convivir con algunos componentes de la numerosa y variopinta fauna humana con la que he coincidido en algunos de los santuarios consagrados al dios Birján (dícese del plebeyo concebido por una escocesa cuyo vientre fue tocado por Saturno y que, importado de Grecia, fue entronizado por los romanos como el rey latino de los juegos de azar), así como a la nociva devoción que tan veleidosa deidad desata en los decadentes espíritus débiles y amodorrados como el mío.
Me ha tocado intercambiar charlas insustanciales con simpáticas damas y respetuosos caballeros y anécdotas sobre nietos de abuelas aguerridas y monotemáticas, pero también he tenido que embodegarme la soporífera charla de quien manotea el teclado con desgano, simplemente para consumir el último resquicio de vigilia que le queda, después de haber pasado la noche entera en el recinto. Con forzada cortesía he puesto atención a los fanfarrones que dispensan gratuitos consejos e instrucciones, porque se dicen expertos en el funcionamiento de las máquinas, así como a los recuentos monetarios de quienes relatan sus exorbitantes pérdidas sin ganancias y quieren recuperarlo a fuerza de golpes y tallones sobre la pantalla y, en más de una ocasión, me he negado a prestar 20 pesos a quien me los solicita para seguir jugando.
Pero ninguna como la dama que, aduciendo que ya había perdido más de lo previsto y le urgía retirarse por tener una cita con el médico, confió a sus contertulias (ora mi hermana y yo) que solo apostaría sus últimos 50 pesos para recuperarse. A partir de ahí y por más de una hora, siguió vaciando su bolsillo y relatando con desesperado apremio, que ya se había gastado lo de la consulta, la medicina y hasta el pasaje del camión. Sorprendidas por la multiplicación de sus billetes y abrumadas con su repetitiva perorata, dejamos el lugar a la pareja de incautos que, con seguridad, se convirtieron en los siguientes receptores de sus tribulaciones. Y es que, como bien afirma un buen amigo, si quieres ganar con un casino, pues cómpralo.