En busca de la libertad
La tan apreciada libertad se ha visto obligada a esconderse en nuestro confinamiento voluntario por la inesperada llegada de la pandemia. Ahora hay que recuperarla.
La libertad se aprecia más cuando la pierdes, aunque sea por propio consentimiento. Por ello, es considerado uno de los más grandes castigos que se le aplican a un ser humano al condenarlo a una prisión, sin salida y tras los barrotes.
Podíamos salir a la hora que nos pegaba la gana, danzar por las calles e ir a cualquier lugar sin restricciones, tapabocas y la temible acechanza de un estornudo. Hacer ejercicio en un gimnasio y trotar por avenidas, camellones y parques sin tener ninguna precaución que cuidarnos de ser atropellados. En cambio, ahora se ha complicado por tener la sensación de que cada escapadita del refugio puede ser un riesgo para la salud.
Pero eso no es nada cuando recordamos lo agradable y necesario de vivir entre abrazos, besos en la mejilla y el indiscutible gesto de estrecharnos las manos con singular afecto. ¿Y ahora...? Quién sabe, cualquier vecino o ser querido puede ser fuente de contagio y peligro inminente para nuestra salud.
Vaya experiencia la de coartar nuestra libertad por un fenómeno sanitario que no está en nuestras manos. No es ni castigo, ni toque de queda militar, ni amenaza de iracundos bárbaros que vienen a despojarnos de nuestra tranquilidad. Ahora comprendemos que no son los dictadores y tiranos los únicos que sólo pueden censurar nuestras voces y pasos, sino un insignificante virus.
Ya de plano no hay ni a quién echarle la culpa de nuestra prisión doméstica; ni a las limitaciones a las que nos hemos visto sometidos. Qué hermosa es la libertad, qué grande es. Ni siquiera es un castigo divino, ni una prueba de que el mal nos azota por nuestro comportamiento errado.
Aquí estamos, esperando el banderazo de salida para gozar de tan bendito desplazamiento sin temores, ni estrecha vigilancia. Queremos regresar de nuevo a sentarnos en un café y rodearnos de nuestras amistades en un bar y estrechar a nuestros seres queridos, sin tener que lavarnos las manos después.
Lo que reina es el miedo colectivo, la incertidumbre de cuándo se acabará esta persecución a nuestra salud y el retorno al encanto de darle rienda suelta a nuestro contacto con los demás.
Hoy la libertad se ha encerrado en el cajón de la prudencia por cuidar nuestra salud. Algo que no imaginábamos que pudiera suceder. Y finalmente hemos tenido que aprender con estos amargos tragos de la realidad y someternos al yugo de las restricciones.
Hasta hace algunos meses, el peor peligro en los aeropuertos era un terrorista, un desalmado que pudiera tirar balazos y acabar con inocentes transeúntes. Hoy las personas contagiadas son el peligro, hay que detectarlas, su temperatura, sus síntomas, sus posibilidades de contagiar y diseminar un agente aún más destructor que la misma llama de las ideologías bélicas y el fanatismo racial.
Pasan los días y más añoro la libertad y más la busco y aprecio.
Saliendo de ésta, quiero salir a la calle y saludar de mano a todos los que vea y abrazar, sin miedo, a todos los que se me pegue la gana.