Emociones y declive democrático
Participé hace unos días en una mesa sobre democracia y emociones organizada por Carlos Aguirre y Sayani Mozka del IEPC Jalisco en la FIL. Reproduzco parte de lo que dije.
La emocionalidad no da la razón. Puedo sentir un alto apego emocional a mis creencias (morales, políticas, religiosas) y ello, per se, no las vuelve verdaderas, legítimas o justas. Puedo creer con vehemencia, pasión y entusiasmo en un caudillo o en el carácter subhumano de los judíos, pero mi convicción emocional no vuelve válido al nazismo. Las creencias deben siempre argumentarse, y argumentar es dar razones (no disparar emociones). Las ideologías obtienen seguidores gracias a la emotividad, no al asentamiento racional. Disminuyamos los niveles de estridencia y ferocidad en la expresión y conversemos con serenidad, lentitud y moderación.
El poder de la razón no es absoluto: las emociones juegan un papel primordial en política. Pensemos tan sólo en el nacionalismo —la ideología política más poderosa del mundo, según John Mearsheimer—, el populismo, régimen de emociones, dice Pierre Rosanvallon, o los movimientos sociales democráticos. Seamos autocríticos: el liberalismo ha subestimado el rol de las emociones en el hombre y los asuntos públicos. El problema, sin embargo, no es si la política ha de ser racional o emotiva, sino en qué tipo de racionalidad debe basarse y cómo integrar las emociones para “cuidar la democracia”. Necesitamos una racionalidad más dialógica, compleja, plural, histórica y falible y menos algorítmica, naturalista y positivista.
La democracia podría ser definida como una forma de acción política que intenta canalizar las emociones y pasiones de los diversos grupos sociales hacia la construcción de un Estado pluralista, jurídico, igualitario, libre y racional. Las políticas no democráticas, en cambio, manipulan las emociones para promover la concentración del poder, el autoritarismo y la dominación.
Los ciudadanos en democracia deben ser educados para distinguir entre un discurso dirigido a su capacidad de entusiasmo y uno orientado a su racionalidad. Los políticos suelen darnos gato por liebre: maestros de la gestión de las emociones, evaden los cómos —los puntos sobre las íes— para prometernos Utopía. La educación no es sólo labor edificante sino tarea crítica: desenmascaramiento, clarificación. ¿Qué políticas y leyes concretas ofrece este personaje? ¿Qué ideario o teoría informan su sensibilidad y visión? ¿Qué subyace a su retórica y su carisma?
Es ingenuo creer que el político (o el ciudadano) opera solamente desde la razón. Todo político es movido por pasiones —esperanzas o resentimientos, anhelos de justicia o destrucción— pero la pasión debe ser atemperada, dice Max Weber, por la mesura y la responsabilidad. Weber está elaborando uno de los temas principales de la tradición moral occidental: el control de las pasiones, la gestión racional de las emociones. Jesús Reyes Heroles, autor de discursos a la vez efectistas y sustanciosos, creía que la política debe hacerse, en última instancia, con la cabeza: “La política es demasiado seria para que sus acciones sean determinadas por el temperamento y la emoción, al margen de la cabeza.” Y la cabeza —sede del cerebro y esférica como el universo ptolemaico— es el locus de la razón.