Ideas

El triunfo de la opinión

El 9 de noviembre del año 2007 se presentó por primera vez en la ciudad de Nueva York un sistema que se llamaría “redes sociales”. Antes de esa fecha solamente teníamos internet y sus diversos programas, si bien con una telefonía celular que había hecho enormes adelantos en muy poco tiempo, gracias al progreso imparable de la nanotecnología, una especie de competencia para inventar y crear la máxima concentración tecnológica en aparatos cada vez más diminutos. Para la gente todo eso se traducía simplemente en portabilidad.

Pero las redes sociales eran, sin advertirlo, mucho más que una nueva forma de comunicación basada en las múltiples posibilidades de su tecnología, las redes sociales estaban construyendo en tiempo “récord” un nuevo modelo cultural que dejaría atrás la llamada “hipermodernidad” para situarnos en una época de difícil definición.

En el siglo XVII, las respuestas religiosas a toda clase de cuestiones fueran o no religiosas, habían sido sustituidas paulatinamente por el imperio de lo racional que intentará incluso dar nuevas respuestas a las realidades propiamente religiosas. En el siglo XIX, de manera al parecer definitiva, las respuestas científicas sustituirán a las racionales, y así se inaugurará en la civilización humana el imperio absoluto de la ciencia como garante de la verdad y de la confianza social. Cualquier cosa para ser admitida deberá ampararse bajo el adjetivo de “científica”, y los hombres de ciencia serán reverenciados como en otros tiempos se reverenció a los filósofos o a los teólogos.

Durante mucho tiempo solamente la ciencia será vista como un absoluto, como lo incuestionable y definitivo, hasta que llegaron las redes sociales y pocos años después, una pandemia global. La mezcla de estas dos realidades resultó explosiva para el imperio de la ciencia y de los científicos. Por una parte, lo inesperado del COVID, las dificultades iniciales para siquiera entender su origen y forma de desarrollo y contagio, la imposibilidad de generar rápidamente una vacuna, y su relativa eficacia dado que no ha bastado una ni cuatro, el hecho de no contar tampoco con una cura segura y accesible, y las infinitas controversias en que los propios hombres de ciencia cayeron, fue pasto abundante difundido hasta la saciedad por las redes sociales; la ciencia, el último emperador de la humanidad, se estaba desplomando ante nuestros ojos.

Pronto los científicos fueron conscientes de la realidad, la ciencia no era un absoluto ni la panacea frente a todo problema, incluso su discurso se modificó, ahora dirán: “hasta donde sabemos”, “podríamos estar equivocados”, “no tenemos base suficiente”, “creemos, hasta este momento”, “las evidencias recabadas no garantizan, pero”.

Todo fue ampliamente difundido por las redes sociales generando una confusión global entre lo que afirmaba el presidente de la primera nación del mundo, el secretario de la “OMS”, los desplantes de Bolsonaro, y cualquier persona que tuviera acceso a una red, sin otra base que su ocurrencia, su imaginación, lo que dijo alguien de algún país, alguna vidente, un metafísico, un astrólogo, una hechicera, el vecino de la esquina, o el mismo sumo pontífice, las redes sociales situaron toda opinión en el mismo nivel, con el mismo valor.

El efecto no fue solamente disolver el grandioso pedestal donde la ciencia había sido colocada, lo que acabó por disolverse fue el valor de la verdad y de la fundamentación, quedando en su lugar el triunfo de la opinión, ¿Por cuánto tiempo?

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