El traje de Batman
Hace cerca de 15 años, después de entrevistar al entonces secretario de vialidad de Jalisco en mi programa de radio, él me preguntó si yo había tenido algún accidente grave de tránsito, o si alguien cercano lo había padecido. Le expliqué que yo había tenido la fortuna de no verme involucrado en nada realmente grave, pero que mi madre sí, por fortuna sin mayores consecuencias. Me decía que generalmente las personas que mostraban fuerte preocupación por la seguridad de los autos, como yo, lo hacían como consecuencia de haber vivido algún trauma. Pese a lo de mi madre, mi preocupación por la seguridad de los autos no era fruto de su accidente. Yo, desde siempre, pensé en el tema. Me gusta. Como que “nací con este chip”. Tanto que uso cinturón de seguridad desde mucho antes que fuera obligatorio. Hoy, casi no puedo sacar el auto de la cochera sin el cinturón abrochado. Y entre mis “rarezas” hay otra también algo difícil de explicar el origen.
Desde niño, siempre he tenido mucha consciencia de la limitación financiera de mi familia. Lo asimilaba de manera tal vez hasta excesiva. Nunca he pedido a mis papás juguetes que me parecieran caros. Claro que se me antojaban, pero se me hacía un abuso pedirlos. Recuerdo un día que, acercándose mi cumpleaños, mi padrino me preguntó, frente a mis papás, si yo quería ropa o un juguete. Claro que quería un juguete, pero pensé que pedir ropa haría que mis padres tuvieran que gastar menos conmigo. No me sentía desdichado, ni traumado, mucho menos triste ni en la pobreza extrema, hasta porque no estábamos en ella. Simplemente “había nacido también con ese chip”.
Había algo que sí se me antojaba mucho: un traje de Batman. Cada vez que veía la serie de TV, protagonizada por Adam West, me imaginaba en su lugar, salvando a los buenos de los malos, luego de responder el llamado de la luz del murciélago en el cielo. Varias veces vi los trajes en ventanas de las tiendas, pero nunca quise pedirlo por esa mi “conciencia” de que era demasiado caro para nosotros. Que a lo mejor ni lo era tanto. Pensar así me hacía pensar que todos pensaban igual, incluso mi padre.
El mejor auto del mundo
Todos tenemos memoria de alguna situación vivida que parece poco importante. Y muchas veces lo son, como el día en que un helado nos pareció especialmente rico. Otras cosas que parecen no tener importancia, en el futuro resultan tenerla. Una de esas fue escuchar de mi padre su admiración hacia los Mercedes-Benz, algo que me lo dijo cuando estaba poniendo tratamiento antioxidante en el piso de su Renault Dauphine 1961: “Los Mercedes son los mejores autos del mundo”.
Mi padre era gerente de una sucursal de una distribuidora de cemento. Yo sabía que tener un Mercedes-Benz para él era punto menos que imposible. O al menos eso creía, con esa mi mente rara, excesivamente cautelosa con los gastos. Pero no me preocupaba demasiado por ello. Yo aceptaba que eso estaba fuera de nuestra liga y ya. Más tarde mi padre se compró el único alemán que tuvo, una guayín DKW, que era un paso hacia arriba. Pero vaya, la distancia hacía tener un “auto de ricos” en una época donde ni siquiera existía el 190, el “Baby Benz” y antecesor del Clase C, era tan grande, que mi mente no se atrevía a ir tan lejos. Cuando mi padre dejó este mundo, a sus 43 años de edad, yo era un niño de ocho años. No asimilaba realmente su muerte y vaya, tal vez nunca lo haya hecho. Pero la vida sigue, las ausencias no se suplen pero aprendes a vivir con ellas y un día me descubro probando autos para vivir. Cuando conduje el primer Mercedes, un C 200 Kompressor, me sentí soñado.
Cuando la marca me invitó por primera vez a Alemania para un curso de conducción, estaba en las nubes. Desafortunadamente mi relación con Mercedes-Benz México se rompió en algún momento, hasta la fecha, pero no así mi admiración hacia la marca, principalmente a su historia, su pasado.
No, mi excesivo cuidado financiero jamás me dejó comprar un Mercedes nuevo, pero hacerme de uno ya viejo, aunque todavía bonito y casi impecable, me hizo sentir que había comprado ese traje de Batman. No para mí, sino para mi papá. Al cabo, él sigue y seguirá siendo, mi superhéroe.