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El recuento de los daños de la Cuarta Transformación

La presidencia de López Obrador ha sido una de las más polarizantes en la historia reciente de México. Su proyecto emblemático, la autoproclamada “Cuarta Transformación”, fue presentado como una ruptura definitiva con el “neoliberalismo” de los gobiernos pasados, prometiendo una renovación profunda de las estructuras sociales, económicas y políticas del país. Al llegar al final de su mandato, es inevitable hacer un recuento de los hechos.

Bien dicen que los refranes de los viejitos son evangelios chiquitos, y al contrastar la infinidad de promesas hechas durante 18 años de campaña con lo realizado durante su administración, podemos resumirla citando al mismo López Obrador, cuando tras perder la elección presidencial en 2006 dijo: “Al diablo con sus instituciones”. Y el que avisa no es traidor; lo dijo y lo cumplió. Envió al demonio a todas las instituciones y personas que piensan diferente a él o que de cualquier manera puedan ser un obstáculo para cumplir con su objetivo (cualquiera que sea).

Ejemplos de esto los podemos contar por decenas, y todos tienen una explicación muy clara: se ha dedicado a desmantelar todos, absolutamente todos, los organismos que en algún momento no lo apoyaron, no le dieron la razón o simplemente no le rindieron pleitesía. Por mencionar algunos: el INE, INAI, COFECE, PFP, CNDH, IFETEL, CONEVAL, CRE, CNH, SAE, BANSEFI, NAFIN, etc. Ni hablar del Poder Judicial y la independencia de poderes.

Uno de los principales cuestionamientos que ha enfrentado López Obrador es la concentración de poder en su figura. Desde su llegada al poder, ha asumido un estilo personalista de gobernar, donde las decisiones clave se toman desde el instinto, las venganzas y las ocurrencias personales, bajo la narrativa del “yo tengo otros datos”, los cuales convenientemente nunca se contraponen con sus intereses y revanchas.

La forma de gobernar de López Obrador reflejó el enorme conocimiento que tiene sobre el país entero y, sobre todo, que domina a la perfección lo que un gran porcentaje de la población quiere escuchar de su presidente. Sin embargo, dejó mucho que desear cuando fue exigido en temas que escapan de su conocimiento, exhibiendo tanto su narcisismo como el temor reverencial de sus más cercanos súbditos (también llamados Secretarios de Estado), incapaces de siquiera sugerir un camino alternativo ante una situación que demandaba un conocimiento técnico, cediendo el paso a las ocurrencias con las que se intentó tapar el sol con un dedo, o mejor aún, con un programa social.

Ejemplos de esto también se pueden contar por docenas. Es realmente complicado pensar en algún problema que aquejara al país hace seis años y que hoy se encuentre medianamente solucionado por alguna acción atribuible a su administración. En el mejor de los casos, algunos problemas siguen exactamente igual.

Entre sus intentos más notables de evadir la solución a los problemas podemos encontrar la manera en que enfrentó la pandemia de COVID-19. Mientras todos los países del mundo encendían las alarmas, nuestro presidente macuspano afirmaba que se trataba de una simple gripe e invitaba a la población a salir de sus casas y darse abrazos. Esta misma “solución” la compartió para disminuir la delincuencia, y para sorpresa de nadie, fue igualmente ineficaz en ambos casos. La inmensa mayoría de los ciudadanos evitamos transitar por la mitad de los estados del país.

En lo que respecta a los megaproyectos de infraestructura, no existe un solo estudio que establezca con mediana claridad su rentabilidad, y ni hablar de estudios de impacto ambiental. El Tren Maya ha sido inaugurado cada tercer día; es un desastre financiero y ecológico desde antes de iniciar operaciones. La refinería de Dos Bocas costó siete veces más que lo pagado por la refinería Deer Park en Texas y produce poco más de la mitad. La cancelación del aeropuerto de Texcoco para construir el aeropuerto Felipe Ángeles no tenía ningún sentido financiero ni logístico. El único proyecto sensato es el Tren Interoceánico, que debido a una pésima administración en su construcción y a la opacidad en el manejo de los recursos, se ha convertido en un barril sin fondo.

Como sucede cada seis años, el balance de la administración federal es lamentable, por decir lo menos. Una vez más, es la iniciativa privada quien, a pesar de las poquísimas ayudas y los múltiples obstáculos, saca a flote a nuestro país.

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