Ideas

El problema no es cambiar

El cauce de un río sirve para llevar las aguas desde su nacimiento hasta su desembocadura. La Constitución, por su parte, es el cauce que conduce la energía social de un punto de partida, el Constituyente Originario, hasta su destino final: la justicia social o el bien común. La Constitución es el documento en el que se definen los grandes objetivos teleológicos de la nación en temas como derechos humanos fundamentales, organización del Estado, relación entre poderes, administración pública, propiedad, seguridad, educación, salud, trabajo, vivienda, uso del tiempo libre y otros más, que no pueden ser modificados a voluntad de una persona. Para el cumplimiento de sus metas, los países democráticos, a través del voto, otorgan poderes a un grupo de ciudadanos que hacen Gobierno y quienes se obligan, por principio, a respetar la Carta Magna.

El 5 de febrero se cumplieron 106 años de la promulgación la Constitución Política que norma la vida de los mexicanos. Desde entonces, ha sufrido múltiples modificaciones, cambiando el sentido original de muchos de sus artículos. Hoy, casi todos ellos han sido reformados. El problema no es cambiar, sino el sentido del cambio. Es obvio que los instrumentos jurídicos que dan conducción y certidumbre a nuestras vidas deben actualizarse a la luz de las transformaciones que vivimos en todos los campos de la actividad humana. El problema es pretender modificar la Constitución en términos voluntaristas para adecuarla a una visión parcial de la realidad. Más grave aún es que, desde la Presidencia de la República, se intentara la modificación constitucional del INE (que evitó el Senado) y ahora traten de alcanzar los mismos fines mediante el denominado “Plan B” para convertir al Presidente de la República en el factótum del próximo proceso electoral. Eso es subvertir, mediante “huizachadas”, el Estado de derecho. “Si el obstáculo para alcanzar mis propósitos es la Constitución o las leyes, ¿qué son las leyes? ¡Cambiémoslas!”, ha dicho López Obrador en un exabrupto que revela su poco respeto por el orden jurídico.

Resulta alentador que, en su primera entrevista, a solicitud del secretario de Gobernación en representación del titular del Poder Ejecutivo, la señora presidenta de la Suprema Corte, doña Norma Lucía Piña, ante la presión que quiso sujetarla el secretario, haya puntualizado los términos de relación y límites entre los poderes. La Corte, como revisora de la constitucionalidad de los actos del poder público y como garante de los derechos humanos fundamentales, tiene la última palabra. Eso significa, ni más ni menos, la preeminencia del Estado de derecho por encima de pretensiones mesiánicas o juicios de valor, vengan de donde vengan. Al hecho en sí, se le ha dado poca difusión, pero es un hito digno de celebrarse en la historia de nuestro país. La presidenta del máximo tribunal de la nación le plantó cara al Ejecutivo, obligándolo a reencausar sus intenciones y devolviendo al Poder Judicial de la Federación el lugar que nunca debió perder. Digna conmemoración de nuestra vapuleada Constitución.

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