El pavoroso resplandor
Llegué a ocupar el lugar que me correspondía, en la hilera de prójimos que nutría la audiencia que aguardaba turno para ajustar cuentas frente a un cajero mecánico. Fue tanto el rato que hube de esperar, que hasta conté y reconté el número de los ahí congregados, para constatar que mi oportunidad llegaría después de que los 19 que me antecedían hicieran lo propio.
Era día de quincena y cayó en lunes, lo que me hizo temer que el artilugio impuesto por la ventajosa automatización de los procedimientos salariales quedara agostado, antes de que pudiera cumplir mi cometido. No sería la primera vez que, en mis muchísimos años como asalariada, ocurriera tal contrariedad que me hiciera acudir a presentar mi petición monetaria con tres o cuatro más de su especie, dispersos por igual número de rumbos, pero las jaculatorias de emergencia que nunca me fallan cuando las recito mentalmente con harta fe y devoción, me concedieron el milagrito de salvarme de semejante danza, pero no ayudaron ni tantito para redimirme del siguiente y bochornoso evento.
Y que me llega el anhelado momento y, ya por mero morbo, volví la cabeza para contar que catorce individuos me subseguían en la serpenteante horizontal y que, muy posiblemente, a más de alguno le tocaría llegar cuando el depósito de billetes hubiera quedado totalmente ordeñado de sus fluidos monetarios. Frente a tal panorama, cualquiera podría juzgar a simple vista que abundamos los ahorcados por falta de liquidez y que, en cuanto despunta el alba del día indicado, nos desplazamos con premura a sustraer nuestros módicos emolumentos, para subsanar las urgencias que se acumulan más rápido que los lapsos de trabajo transcurridos.
La afrentosa vivencia que enuncié me llegó cuando, habiendo insertado el plástico correspondiente, y por decirlo en lenguaje muy presidencial, mi dedito dijo que era el momento de entrar en acción para teclear la clave de acceso a mi cuenta. Más presta que hambrienta frente a un apetitoso bufet, intenté atender a dicho comando, justo cuando el astro rey decidió hacer lo mismo, inundando la pantalla con un resplandor más pavoroso que la película de Kubrick.
Una cegatona como yo, frente a una superficie chamagosa y asoleada, bien poco puede hacer, excepto picotear los guarismos incorrectos en la identificación personal, optar por un sí intuyendo que es no, aportar involuntariamente para una beca de sabrá Dios quién, autorizar sin necesidad para que el banco le investigue y conceda un préstamo, indicar que quiere cancelar oprimiendo continuar, proyectarse en evidente edad de oro como una novata torpe e inexperta y exponerse a la rechifla virtual de quienes no disponen del tiempo y paciencia para resolver lo suyo.
De modo que, contraviniendo la prudente advertencia bancaria de que no permita que un extraño me asista en dicho trance, acepté el generoso auxilio de la jovencita que me seguía porque, francamente, en ese momento ya me había pescado una histeria galopante que me incitó a traer de las orejas al gerente de la sucursal, para someterlo a realizar una operación similar en tan mugrientas condiciones o instarlo, haciendo uso de la fuerza pública para que le impongan bajo pena de cárcel, si no la colocación de una cortina que evite el destellante reflejo del sol tempranero sobre la pantalla, por lo menos un biombo con medio metro de malla sombra que cobije el lugar, solo por el breve tiempo que el rey de los astros resuelve irse a encandilar a otro lado. Intuitiva que soy por naturaleza, barrunto que no soy la única que suele verse en tales predicamentos, ¿o sí?