El pavor de adivinar su futuro
La vida de las personas que nacen con Discapacidad Intelectual, D. I. se convierte en un viaje con dos opciones, discapacidad en soledad, discapacidad en compañía. Si se aspira a la segunda de las opciones, compañía permanente y fiel, solo se encontrará —y no siempre— en todas aquellas personas que forman el núcleo familiar: padres, hermanos(a), tíos(a), primos(a), cuñados(a) etc. Por supuesto que existe otra alternativa, que desafortunadamente depende de contar o no con suficientes recursos económicos, me refiero a instituciones con probidad ética y profesional que los atienden en centros especializados y que comprobadamente son tratados con cariño y respeto a perpetuidad.
La estadística de estos últimos casos duele consignarla, personas atendidas en instituciones éticas, honorables y por lo tanto, confiables no alcanza ni el 1% de las que existen en nuestro país.
En cualquiera de las dos opciones aparece un gran reto: preparar a la persona con D. I. para el desprendimiento, físico y emocional, de los padres o tutores que la han cuidado toda su vida. No es una tarea menor, la dependencia así sea o no generada por sobreprotección, aparece inevitablemente por las propias condiciones de limitaciones que generan la D. I.
Alrededor de este importante reto han girado muchas posturas y diferentes versiones, la mayoría sin sustento que acarrean confusiones; la más socorrida, aquella que afirma que por sus condiciones de discapacidad pronto olvidan a sus padres o tutores, creencia falsa que en la mayoría de los casos los conducen a sufrir horrorosos estado de depresión que a su vez los conducen al patíbulo de un sinfín de enfermedades, sobre todo psicosomáticas.
Es lamentablemente real que aún existan versiones en casos de discapacidad que navegan entre malentendidos y fantasías, fenómeno que más temprano que tarde condena a la persona con D. I. a oscuros estadios donde impera la desolación sin atisbos de esperanza. Cuántas veces hemos escuchado con referencia a la persona decir: “es muy tranquilo, siempre está quieto y callado”.
Me atrevo a citar el caso de Martita, mi hija, quien con 38 años de edad manifiesta una abrumadora dependencia de su mamá, que es mi esposa, y que dada nuestras edades nos hemos puesto a trabajar en el desprendimiento emocional que mi hija tienen sobre todo y marcadamente con su madre a fin de que cuando quede sola no se convierta su vida en un calvario de ausencia. Para tal efecto contamos con el apoyo de uno de sus hermanos, ya casado y con un hijo, quien ha votado por encargarse de ella cuando las circunstancias lo requieran, ha sido verdaderamente alentadora la manifiesta disposición de su esposa que camina por el mismo sendero de su esposo.
La responsabilidad no es menor, bien lo afirma el gran poeta y dramaturgo noruego Henryk lbsen: “De cuando en cuando es bueno reflexionar sobre el caso sombrío de la vida”.
Para todos aquellos que somos creyentes, nos alivia la fe en Dios, sin perder la sentencia de “ayúdate que yo te ayudare”. Esa fe ahuyenta el pavor que significa adivinar su futuro, pavor nacido de los muchos casos que a lo largo de los últimos 38 años de vida de Martita hemos sido testigos, personas con D. I. abandonadas a su suerte que terminan siendo atropelladas cruelmente por el maltrato o peor aún por el abandono total. Atropellos que se convierten en cotidiano sufrimiento tan desgarrador que se manifiesta por encima del sufrimiento. ¿Completo?