El monarca que repartía oro
Este cuento no tiene dedicatoria al Presidente, no vayan a creerlo así...
El rey no entendía por qué, siendo él un hombre honesto, con ganas de ver a la gente feliz y repartiendo oro, su reino no parecía encaminarse hacia la prosperidad.
A ver, ¿eliminar los banquetes en palacio no era una señal suficiente de que él no era un monarca como los otros?
¿Ordenar la suspensión de los trabajos del nuevo puente con el que se enriquecían los señores feudales no era un signo inequívoco de que él era quien mandaba y no ellos?
Bueno, tuvo que darles oro de las arcas reales, pero al menos no se salieron con la suya al poner ese puente inútil, habiendo como había, un viejo puente del otro lado.
Bueno, el puente viejo sí que estaba viejo, pero ya había ordenado a la guardia que construyera otro, sin el oro de esos abusivos. Uno pequeño, pero honrado y propio.
Todo estaba cambiando. Del tesoro de palacio se estaba enviando oro a los más pobres, como dios manda. A los viejitos, a las doncellas embarazadas y hasta a los mozos fuertes a quienes veía vagando por los caminos sin futuro en la mirada ni un doblón en el bolsillo. A todos les estaba dando un poco de oro.
Estaba feliz el monarca. Por fin el reino entendería que repartir la riqueza, y más si es riqueza pública, es la forma de acabar con la maldad, el abuso, la carencia y el crimen. Repartir la riqueza es la fórmula de la felicidad pública.
Claro, el monarca no había leído a Adam Smith. El monarca de este relato no es precisamente un rey ilustrado, aunque le gusta juntar estampitas con los rostros de los reyes que se sentaron en el trono antes que él. ¡Cómo le gusta escuchar al juglar contando las anécdotas de sus heroicas gestas! Los tiene clasificados en héroes y malvados, porque de otro tipo de reyes no hay.
El caso es que este rey no había leído a Adam Smith y no sabía nada sobre el interés, la ganancia o el comercio y su relación con la libertad. Lo que empezó a suceder en su reino lo tenía con la boca abierta: resulta que la gente era mala. Él pagaba 3 reales a los jóvenes que fueran contratados por los talleres de oficios. ¿Y qué hicieron los talleres? Corrieron a los aprendices que ganaban 5 reales y cómodamente aceptaron que el rey pagara.
Eso no fue lo peor. Otros talleres fueron a firmar cédulas de contratación de mozos ¡pero no los ponían a trabajar! Acordaban con los mozos quedarse con un real y les daban los otros dos.
Pero eso no fue lo peor. Los maestros más distinguidos y honrados, mantuvieron sus políticas normales con los aprendices, aunque enfrente sus competidores se estuvieran ahorrando esos salarios. ¿Y qué creen que pasó? ¡Los otros talleres ofrecieron sus productos más baratos! El monarca vio cómo los mejores carpinteros tuvieron que cerrar sus espacios.
El monarca estaba patidifuso. Era honesto y quería que la gente fuera feliz, pero no era muy ilustrado, y muy pronto se le acabó el oro.