El minotauro y el laberinto
Empiezo la última columna del año con una indiscreción personal. El jueves llevé a mi padre, justo el día de su cumpleaños 67, al Antiguo Hospital Civil de Guadalajara por un problema de vértigo y mareos que le ocasionó una peligrosa caída por fortuna inofensiva.
Un padre que agota su fulgor siempre es un espejo atroz para un hijo. ¿Todos debemos pasar por esto? ¿Padres e hijos? Supongo que sí.
En el hospital atendieron a mi padre un neurólogo y un otorrino. Mientras le realizaban exámenes, Jaime Andrade, director del hospital y un generoso amigo, se ofreció a guiarme en un recorrido por las nuevas áreas en construcción y remodelación del nosocomio.
Quien ha visitado el Antiguo Hospital Civil sabe de su trazo laberíntico. Por eso imagino a cada paciente como un Teseo que debe internarse en ese laberinto, sortear puertas y recorrer pasillos para al final enfrentar al minotauro que intentará devorarlo en una pelea a muerte. No todos salen con vida pero el hilo de Ariadna, todos esos médicos, enfermeras y aparatos sofisticados, son su guía de regreso al mundo.
En el ala oriente se construyen diez nuevos quirófanos de alta especialidad. Había incontables albañiles en tarimas, con taladros industriales, encaramados en la instalación eléctrica. Entré a un quirófano terminado pero sin equipar. Era un cuarto diáfano con innumerables conexiones abigarradas en la pared, en las que imaginé conectados un sinnúmero de dispositivos.
En uno de esos quirófanos operará un robot llamado Da Vinci -qué gran nombre-, un aparato de cirugía robótica que sólo tienen un par de nosocomios en la ciudad. Visité los pabellones que hace unos años colapsaron, recién reconfigurados como residencias hospitalarias para pacientes. Un pabellón en particular, larguísimo y blanco, con unas lámparas suspendidas de una bóveda inmensa, me hizo pensar en la escena de una película con un final inevitable y justo, sin ganadores ni perdedores.
En los jardines del ala más antigua del hospital laboraban decenas de obreros y jardineros como en un coro babélico bañado por el sol invernal; desbrozaban el terreno para sembrarlo de flores y bancas en donde despedir o abrazar.
El recorrido duró cerca de una hora. En todo momento aparecían médicos, pacientes, familiares y obreros de un lado a otro. En el área de VIH conocí a una jovencísima doctora en inmunología. En su pequeño laboratorio remodelado hace poco, la disposición de objetos y aparatos inconcebibles me recordó el orden secreto de una liturgia dentro de un templo.
En el área de rehabilitación física, un sexagenario empujaba con los pies una enorme pelota de plástico sostenida con fuerza por una terapeuta. En un pasillo, una niña de diez años caminaba con vendas en el rostro y debajo se le escapaba media sonrisa. En una puerta entreabierta, junto a un letrero que decía Residentes, noté varias literas vacías y objetos de higiene personal dejados con un descuido apresurado sobre una silla y en la esquina de una cama.
A cuatro días de Navidad, el hospital bullía. En la recta final del recorrido, entre médicos, pacientes y familiares que iban de un lugar a otro, el doctor Andrade utilizó una analogía fascinante. “Si te fijas”, me dijo, “esto parece más un mercado que un hospital; aquí vienen los más humildes pero hay espacio para todos, pobres o ricos”. Cierto. Aquello parecía, por contradictorio que suene, un mercado lleno de vida.
Lo supe al ver la sala de espera abarrotada de pacientes sostenidos por un familiar y médicos con los ojos enormemente abiertos y las manos alertas. Todos a su manera luchaban. Defendían la vida esa mañana de jueves. Nadie deseaba morir ni permitir la muerte y todos peleaban sin más razón que defender la vida.
El pronóstico de mi padre aún es reservado. Pero sé que sacará fuerzas para enfrentar otra vez al minotauro. Allí estaremos junto a él cuando entre al laberinto. Los médicos del Antiguo Hospital Civil serán su hilo de Ariadna. En esa pelea definitiva nadie nos acompaña. La defensa de la vida es un acto heroico y solitario pero a veces puede compartirse, por fortuna, como en un mercado.
*Felices fiestas a todos los lectores y lectoras. Gracias a Carlos y Juan Carlos Álvarez del Castillo por este primer año en las páginas de la familia EL INFORMADOR. Que vengan muchos más. Nos leemos el lunes 2 de enero.
jonathan.lomelí@informador.com.mx