El meteorito
Tengo un amigo, Gorka, que, cuando arrecian las noticias amargas y parece triunfar la mezquindad humana, suele comentar con desconsuelo jocoso: “Espero que no tarde el meteorito”. Aunque ahora me doy cuenta de que hace ya algún tiempo que no lo dice; puede que, con la racha que llevamos, tema que sea verdad que nuestra próxima catástrofe consista en la colisión fatal con un asteroide. Que el último gran éxito de Netflix haya sido la cáustica película No mires arriba, que trata de un choque de este tipo, resulta hasta inquietante. Estamos demasiado heridos por la desgracia y se nos llena la mente de fantasmas.
Yo me siento como en los primeros tiempos del confinamiento, cuando estaba tan obsesionada por la gravedad de lo que ocurría que apenas podía pensar en otra cosa. Pero supongo que así nos encontramos todos de nuevo, en un repetitivo y angustioso Día de la Marmota, incapacitados para vivir la normalidad con ligereza mientras el hijo de Putin de Putin bombardea los corredores humanitarios en Ucrania. Permitidme aquí un inciso que intenta ser un respiro; mi amigo Gorka, que es una mina, también propone que, en vez de usar esa expresión tan zafia y machista de “hijo de puta”, injusta y despreciativa con todas las mujeres, prostitutas incluidas, utilicemos de ahora en adelante “hijo de Putin”, un insulto mucho más certero y adecuado. No es mala idea. Limpia el lenguaje de sexismo y alivia una pizquita la frustración.
Regresemos al meteorito. Según un reportaje de National Geographic, cada día se estrellan contra la Tierra cerca de 50 toneladas de escombros espaciales, tan pequeños que se deshacen al entrar en la atmósfera. Pero no todos son igual de diminutos. Hay un ensayo maravilloso sobre los impactos de los asteroides que se lee como un relato de suspense. Se titula Cielo sangriento y es del físico, novelista y divulgador científico mexicano Sergio de Régules.
El libro se centra en tres colisiones, una ocurrida en la despoblada región siberiana de Tunguska en 1908, un lugar tan remoto que la primera expedición científica llegó allí 20 años después y encontró aún un paisaje de total desolación, con los árboles arrancados y carbonizados en un radio de 60 kilómetros y con una región de cerca de 1.000 kilómetros cuadrados “en donde el calor había sido tal que pereció toda vida animal”. Se calcula que la energía del impacto fue como mínimo de unos cinco megatones, unas 300 veces superior a la bomba de Hiroshima.
El segundo portento del que habla el libro sucedió el 15 de febrero de 2013 y también en Rusia, en Cheliábinsk, una ciudad de un millón de habitantes a 1.700 kilómetros de Moscú. Fue una roca de 20 metros de diámetro que destrozó los techos, puertas y ventanas de 7.300 edificios, hizo volar literalmente a las personas y dejó 1.600 heridos, por fortuna no graves. Si googleáis el nombre de la ciudad y la palabra meteor, podréis ver decenas de impresionantes vídeos de la colisión.
El tercer asteroide que menciona De Régules es el más famoso. Se precipitó sobre Yucatán, México, hace 65 millones de años. Tenía 10 kilómetros de diámetro y causó la extinción de los dinosaurios y de muchas otras especies. Llovió fuego, hubo tsunamis de 100 metros de altura, la temperatura subió a 800 grados. Solo sobrevivieron los animales que vivían en el agua o anidaban bajo tierra, entre ellos mamíferos no mayores que ratas. Se calcula que cada 100 millones de años puede caernos encima un pedrusco así.
No pretendo aumentar nuestros miedos con este terror cósmico, antes al contrario. Leer Cielo sangriento te deja mucho más maravillada que asustada. En primer lugar, por la fuerza y la ironía de la vida: aquella colosal extinción favoreció el desarrollo de los mamíferos, de modo que somos los hijos de ese meteorito. Pero, además, ¡se nos ve tan insignificantes! Criaturillas ínfimas precariamente aferradas a la vida entre turbulentas bolas de fuego. Y sin embargo, pese a nuestra pequeñez, intentamos entender y desentrañar los misterios del mundo, y hasta aprender a defendernos de los asteroides. Al menos, una parte de nosotros, los que miramos al cielo. Hay otros, los hijos de Putin, que solo miran al suelo. En la enormidad del universo, eligen la mezquindad, la sangre y la ceguera. —eps
©ROSA MONTERO./ EDICIONES EL PAÍS, SL 2022