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El lapislázuli y unos dientes

El lapislázuli, además de que es posiblemente la piedra con el nombre y el color más bonitos, se ha usado desde la antigüedad en la joyería, la escultura, la pintura y demás artes decorativas. Hasta su etimología suena romántica: “del latín lapis, piedra, y del árabe clásico lazaward, proveniente a su vez del persa lagvard o lažvard, derivado del sánscrito rajavarta, rizo de rey”, según el Diccionario de la Real Academia.

Efectivamente, esa piedra semipreciosa, conocida ya por las más antiguas civilizaciones desde Mesopotamia y Egipto, provenía del Oriente, específicamente del Afganistán septentrional. En la naturaleza los pigmentos azules son relativamente raros, y en la Edad Media el lapislázuli era uno de los más valorados. Cuando la piedra pulverizada llegaba hasta Europa, gracias a una compleja red comercial que abarcaba varios miles de kilómetros, costaba más caro que el oro. El color azul brillante, que no estaba al alcance de cualquier artista, se usaba entre otras cosas para iluminar en los manuscritos medievales las letras capitulares y los ropajes de los santos o de la realeza.

En tiempos más recientes se hallaron yacimientos de lapislázuli en otros lugares de Europa, Asia y América (por ejemplo en Chile), y la piedra sigue siendo apreciada y tiene usos diversos en las artes y las artesanías suntuarias. La Copa Jules Rimet, el primer trofeo de los Mundiales de futbol, cuya historia da para toda una novela, tenía pedestal de lapislázuli (se la robaron en Río de Janeiro en 1983 y nunca ha vuelto a aparecer).

En 2014, los especialistas del Instituto Max Planck y varias universidades de distintos países, que trabajaban excavando las ruinas de un convento y una iglesia en Dalheim, cerca de Maguncia (Alemania), una serie de restos en el antiguo cementerio de las monjas agustinas, y entre ellos la dentadura de una mujer de mediana edad, que vivió en el siglo XI, que tiene en sus calcificaciones pequeños fragmentos de lapislázuli. Los paleogenetistas analizan los dientes para determinar cosas como el régimen alimentario, las bacterias  y las enfermedades de las distintas épocas, por lo que se tardaron un poco en dar con la composición de aquellas minúsculas manchitas azules.

Finalmente se llegó a la conclusión de que se trataba de una monja copista y pintora de manuscritos de gran lujo que, por chupar sus pinceles, tenía esos restos de pigmento en la boca. Los manuscritos medievales rara vez están firmados, así que posiblemente nunca se sabrá el nombre de la ocupante de la tumba B78 del proyecto de Dalheim, pero debe haber sido una artista notable, pues no cualquiera tenía acceso a ese material.

Lo que el descubrimiento viene a confirmar es el importante papel de los scriptoria de los monasterios femeninos, particularmente en lo que hoy son Alemania y Austria, en la producción literaria y artística de la época medieval. Los detalles del trabajo arqueológico pueden leerse en un artículo apabullantemente científico publicado hace pocos días (9 de enero) en la revista Science Advances.*
 
*Medieval women’s early involvement in manuscript production suggested by lapis lazuli identification in dental calculus

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