El grito de María
¡A mí nadie me representa! Gritó una mujer en una manifestación en Puebla hace algunas semanas. Con voz al cuello y ataviada con sus ropas tradicionales se abrió paso entre los hombres para increpar a quien presidía uno de esos eventos llenos de personas llevadas por la fuerza del interés, la amenaza o el dinero. Podríamos llamarle María, porque, como suele suceder, el anonimato vuelve invisibles a las personas, y a ella la envolvió rápidamente. Sus gritos se ahogaron entre porras y matracas. La escena es ilustrativa de una realidad inocultable: A una mujer pobre, de una comunidad de pueblos originarios, nadie la representa efectivamente porque aún está así: pobre, excluida y luchando por su vida. Sirve la imagen para decir que ahora mismo la joven democracia mexicana se enfrenta al dilema de avanzar o retroceder. Ya no se trata solamente de que las personas puedan votar en elecciones abiertas sino que exista una verdadera representación en la cual nadie quede excluido. Por eso la diversidad es esencial. Un demócrata no puede ser excluyente. En México los niveles de desigualdad son tan grandes que generan crisis de representatividad recurrentes: la lucha por la inclusión de las mujeres, de los grupos originarios, los de comunidades LGBT+, los trabajadores sobreexplotados y ahora los migrantes.
A María nadie la representa porque la desigualdad la ahoga en la angustia, de tal forma, que pierde lentamente su poca libertad. Una mujer como ella vive presa en su circunstancia y eso no es ni correcto, ni aceptable en términos democráticos. De hecho, sus condiciones la excluyen no solamente de la vida pública, que la limitan a ser parte de un mitin, sino que la marginan a una sola lucha: sobrevivir.
Ahora mismo vivimos una llamada de atención sobre el rumbo de la democracia mexicana: el proceso electoral de 2024 se adelanta con el mecanismo de elección planteado por el partido en el poder, al exponer a sus prospectos a suceder a Andrés Manuel López Obrador. Una acción pública sin precedentes que puede dotar de mayor legitimidad a la nominación, al proponer una nueva agenda para discutir qué hacer para que María esté bien representada en el futuro, o mejor dicho, qué hacer para que no existan mujeres sometidas a la marginación como ella en los años por venir. Ese es el tema profundo y no el granjearse la simpatía del Presidente.
Por eso Marcelo Ebrard tiene razón en exigir y plantear condiciones no solamente equitativas sino un debate de propuestas y no solamente una competencia de acarreados a eventos masivos tan costosos como inútiles para la conversación pública que requiere nuestro país. La disyuntiva entre enfocar el proceso político que vivimos hacia la lisonja y hacer demostraciones de aparente fuerza, a base de gastar los recursos que se obtienen por la ventaja del ejercicio del poder; o establecer una discusión sobre quién tiene las mejores propuestas y condiciones personales para que María tenga una vida digna y goce de una verdadera libertad, es una cuestión fundamental.
Quienes orientarán el proceso político que viviremos en los próximos meses tienen la enorme oportunidad de dar un paso más para fortalecer la democracia, o dar un paso atrás induciendo la manipulación con un juego de espejos que puede terminar por ofender a los ciudadanos.
La verdadera elección se realizará en el proceso adelantado en marcha, porque la votación de 2024 se encamina a ser una ratificación del mandato de cambio establecido en 2018. De ahí la importancia de atender con cuidado las propuestas de cada uno de los que aspiran a la Presidencia, desde ahora.
La disyuntiva está entre volver a llevar a María a que sea parte de un mitin que ahogue sus gritos o escucharla y proponer políticas para deje de ser excluida. Es un dilema entre la intolerancia, el autoritarismo y la intención de que un dedo amenazante decida, o escuchar a María y proponer una ruta para el futuro de México.
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