El fallido encuentro de Avelina con los grafiteros
Al fin se concretó el tan esperado encuentro entre la crítica de arte Avelina Lésper y miembros de la comunidad grafitera de la Ciudad de México. Este evento, según Lésper, tendría como objetivo debatir si es válido o no continuar con una práctica que a sus ojos es repetitiva, sin valor estético. Tal como era de esperarse, el poco conocimiento de una compleja práctica social y el tono impositivo que caracterizan las enunciaciones de Lésper, hicieron que el encuentro se convirtiera en un confuso campo de batalla que terminó en gritos, arrebatos y hasta un pastelazo.
Avelina Lésper ha ganado notoriedad por sus severas críticas al arte contemporáneo. Lo califica de falso y fraudulento, cuando en realidad generaliza a varias generaciones de artistas impidiendo una crítica más certera y específica. Desde la nostalgia del pasado, defiende el dominio de la técnica, la formación académica y la pintura. Este encuentro no fue distinto y Lésper generalizó sus acusaciones hacia el grafiti como de una práctica vacía, que poco tenía que ver con los frescos de Diego Rivera o José Clemente Orozco, una comparación sin duda anacrónica.
El gran error de este encuentro fue no ver la práctica del grafiti desde la mirada de quienes lo crean. Lésper sostuvo que si el arte es público, entonces que la sociedad juzgue si lo quiere ver o no. No obstante, dentro de esa sociedad está también la comunidad de grafiteros, quienes tienen el derecho de reclamar su espacio y su voz.
Que no haya malentendidos: rayar una barda o monumento sin consentimiento de quien lo posee es un delito que debería ser penalizado de formas más estrictas y eficientes. Sin embargo, cuando un espacio se designa o se presta para ser usado por los grafiteros, entonces es legal. Es en estos espacios donde podemos encontrar puntos intermedios para reconciliar diferentes intereses dentro de una misma sociedad. Ejemplo de ello podría ser el vecino que presta su barda para un mural a cambio del compromiso de que conserven las cuadras de la redonda libres de pintas.
Esta capacidad de posicionarse en el lugar del otro y considerar su lugar en el mundo es lo que careció este encuentro. Lo que pudo haber sido un diálogo fructífero para ver miradas alternas y construir empatía se convirtió en una imposición colonialista que no comenzó bien y terminó peor.