El desayuno
No solo es que se hayan reunido. Al invitar a José Antonio Meade a desayunar a su propia casa, Andrés Manuel López Obrador quiso hacer un verdadero pronunciamiento. Pudieron haberse encontrado a tomar un café en el reservado de cualquier restaurante o, como se estilaba antes, en la casa de algún conocido común. Pero el virtual Presidente electo lo recibió en su hogar y compartió el pan dulce y el chilaquil con quien había hecho críticas, algunas explícitas y otras implícitas, a la procedencia del ingreso familiar y al papel político de los hijos de su ahora anfitrión. Justamente quizá por ello López Obrador optó por recibirlo en casa: “se metió con la familia y no obstante yo lo invito y lo recibo en familia”. Un acto testimonial que muestra hasta qué punto está dispuesto a pasar por encima de inclinaciones personales, ya no digamos vendettas o caprichos, en aras de la concordia y las razones de Estado.
Algunos en la izquierda recibieron la noticia del encuentro con reservas. No todos le perdonan a Meade la dureza de sus acusaciones en contra de la activista Nestora Salgado, a quien denunció como secuestradora y facinerosa. Ella misma publicó un tuit después del desayuno afirmando que eso no eximia al ex candidato priista de ofrecerle una disculpa pública.
Pero la reunión con Meade tendríamos que verla como parte de una estrategia más amplia de López Obrador. El próximo Presidente aprovecha el período de transición para seguir acumulando capital político. A partir de la noche de su triunfo electoral el 1 de julio, no ha hecho más que apaciguar los ánimos, buscar aliados y desarmar a posibles adversarios. Ya le habló a Trump y se reunió con representantes de la embajada; hizo guiños a la Iglesia, comenzando con el propio Papa; se ha visto con empresarios a diestra y siniestra; ha enviado mensajes de cordialidad a los adversarios políticos del pasado. Y todo indica que las sorpresas aún no terminan.
Me parece que estos desplantes de cariño universal de parte del tabasqueño van mucho más allá que dar cuenta de un rasgo de personalidad. No es que describan a un hombre propenso al perdón o a una personalidad refractaria a la venganza; se trata más bien de actos esencialmente políticos de un mandatario que quiere ser un verdadero jefe de Estado (que lo consiga o no es otra cosa y solo el tiempo podrá decirlo).
Vengativo o no, perdonador o no, López Obrador entiende que mucho más importante que sus deseos y gustos personales, está lo que él entiende como su responsabilidad histórica. Y para sacarla adelante ha asumido, con toda razón, que tendrá mayores posibilidades de éxito entre menos enemigos enfrente y más aliados encuentre.
Enrique Peña Nieto llegó a la presidencia con el ánimo de quien ha culminado una carrera y toma posesión del trono a manera de recompensa. Arribó a Los Pinos a disfrutar del poder y la fama. No se me puede quitar de la cabeza que para él y su familia los quince minutos de gloria no es el momento en que recibió la banda presidencial, sino la recepción que le brindó la reina de Inglaterra en el Palacio de Buckingham a mediados de sexenio. El hijo de Atlacomulco entendió que ser homenajeado por la Casa de Windsor representaba el punto culminante de su carrera y así lo documentó oportunamente la revista Hola.
Para López Obrador, en cambio, la presidencia no es un punto de llegada (como es en el caso de Peña Nieto) sino un punto de partida. Por eso es que, a cuatro meses de tomar posesión, ya comenzó a gobernar en cierta manera. Le corre prisa porque siente que le hará falta tiempo. Y para ahorrarse tiempo también debe de ahorrarse enemigos que lo lleven a desgastarse en infiernillos.
Con todo, y asumo que es una curiosidad morbosa, me pregunto hasta donde llegará su bonhomía de presunto jefe de Estado a la hora de congraciarse con sus enemigos. ¿Veremos un cafecito con Fox? ¿Un desayuno con Claudio X González? ¿Un pozolito con Salinas? Haga sus apuestas.