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El desaprovechado bono demográfico


México es uno de los países más poblados del mundo, y a pesar de que tenemos uno de los índices de envejecimiento más acelerados del planeta. De acuerdo con los datos del Censo de Población 2020, en México habría 37.8 millones de personas jóvenes; además de una cantidad relativamente similar de niñas y niños. Eso significa que al menos dos de cada tres habitantes del país forman parte del llamado “bono demográfico”, que sigue dando enormes ventajas competitivas a México, en términos de disponibilidad de fuerza de trabajo.

Sin embargo, lo que México debe ser capaz de lograr es un profundo cambio por una doble vía: en primer lugar, en lo relativo al cumplimiento del derecho a la educación. Los recientes datos de la prueba PISA, pero las evaluaciones que realizan las propias instituciones mexicanas en la materia urgen a una gran reforma educativa que ponga el énfasis en métodos pedagógicos y en contenidos curriculares, y no en la batalla ideológica y demagógica que se ha dado en las últimas décadas.

La otra gran reforma que debe concretarse es la del mundo del trabajo. Por ahora, se han dado los primeros pasos mediante la elevación del valor real del salario mínimo; sin embargo, la medida por sí sola es insuficiente, pues lo que hace falta es fortalecer las capacidades del Estado para construir un nuevo curso de desarrollo.

Lo anterior tiene una enorme relevancia, sobre todo si se considera que en México se han creado desde el inicio de este siglo, en promedio, alrededor de 360 mil empleos anuales, cifra totalmente insuficiente frente a las necesidades de empleo reales del país, que exigirían cuando menos la creación de un millón de empleos de calidad, cada año, para avanzar hacia una economía con un sólido mercado interno, capaz de sustentar un proceso de crecimiento estable en el tiempo.

Por otro lado, no deja de ser dolorosa la realidad que se vive en México, no sólo en lo relativo al incumplimiento de derechos fundamentales como los mencionados a la educación de calidad y al trabajo digno, sino otros igualmente indispensables para una vida con bienestar, como lo son el acceso a la salud, pero, sobre todo, a la seguridad y la justicia, lo cual es un asunto pendiente para millones de jóvenes en el país.

En efecto, de acuerdo con los datos del propio Inegi, en México las tres primeras causas de mortalidad entre jóvenes de 14 a 29 años son los homicidios, los accidentes y los suicidios; y aunque alguien podría argumentar que es una tendencia global, lo cierto es que la magnitud de lo que ocurre en nuestro país rebasa cualquier proporción en cualquier región del planeta.

La presente administración diagnosticó acertadamente que debían transformarse las políticas de atención y cumplimiento de los derechos de las juventudes. Pero lamentablemente ese diagnóstico no se tradujo en políticas públicas acertadas, y los programas emblema de este Gobierno en esa materia han dado resultados limitados respecto de los objetivos centrales planteados: reducir la migración, reducir la pobreza y la vulnerabilidad por ingresos, y, sobre todo, reducir la criminalidad y la violencia.

En ninguno de esos rubros se tienen resultados satisfactorios, y en lo relativo a la violencia se tienen los saldos más preocupantes. Lo ocurrido en la madrugada del domingo 17 de diciembre en el municipio de Salvatierra, Guanajuato, en el que se perpetró una de las peores masacres que se han registrado en los últimos años son muestra de todo lo que no se ha conseguido. Hasta el momento de escribir estas líneas, se tenía registro de 11 jóvenes fallecidos y de 11 más heridos, luego de un artero ataque de un grupo delincuencial que abrió fuego de manera indiscriminada en una posada en la que estaban las víctimas.

La información sobre quiénes son las víctimas, así como de quiénes son los victimarios en el país obligan a enfatizar que se debe hacer mucho más, y que debe construirse una nueva generación de políticas públicas que permita sacar de los círculos infernales de violencia y sadismo en que participan cientos de miles de adolescentes y jóvenes en el país, vinculados al crimen organizado y a todo lo que ello implica, destacando de manera notable, las múltiples adicciones que no han dejado de crecer en los últimos años.

Hasta ahora, la visión de la Presidencia de la República sigue siendo meramente voluntarista, y por eso desconciertan sobremanera las declaraciones del Ejecutivo federal, en las que llama reiteradamente a las familias a procurar que sus hijas e hijos se alejen de las drogas, como si se tratara de un mero asunto de llamados a una “conciencia social” y a “valores familiares” que desde hace mucho dejaron de operar porque, al parecer, lo que no se entendió en la presente administración es que las familias mexicanas tuvieron profundas transformaciones estructurales en sus composiciones y arreglos desde hace varias décadas.

Son muchos los frentes que deben atenderse si México no quiere desperdiciar el bono demográfico de que aún disponemos. Es un tema que se analiza y se alerta desde la década de los 90 en el siglo pasado, y respecto del cual poco se ha hecho, con los resultados que tenemos a la vista y que distan mucho de estar en la ruta de generar un país con una ciudadanía social vigorosa y capaz de seguir construyendo una democracia durable y garante de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de todas y todos.

Las agendas se acumulan: obesidad, malnutrición, cada vez más tempranas enfermedades crónico-degenerativas, pérdida de años de vida saludable y un impacto real en la esperanza de vida provocada por la violencia, rezago educativo y pérdida de aprendizajes, y un largo etcétera que debe atenderse con prontitud si queremos evitar que en treinta años México sea un país envejecido, enfermo y empobrecido.
 

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