El demonio interior
Éste es el cuarto artículo de una serie que empecé este año para explicarme los fenómenos colectivos que acompañan la nueva etapa política del país. La fe, el escepticismo y el sacrificio fueron los tres primeros elementos que abordé. Hoy intento comprender un poco lo que llamo el demonio interior. Ese que salió en la discusión sobre la Guardia Nacional y la explosión de un ducto en Hidalgo.
El demonio interior está en los ciudadanos, pero lo siembra el poder y pierden las instituciones democráticas. Me explico.
Los grandes tiranos de la historia inventaron grandes enemigos para justificar acciones que en momentos de normalidad habrían sido condenadas. Los dictadores contemporáneos han hecho lo mismo, pero los enemigos ya no son cartagineses o romanos o vikingos, sino crisis que requieren medidas extraordinarias: la amenaza del comunismo, del terrorismo, del imperialismo, del conservadurismo.
Fujimori pudo recibir apoyo popular a su golpe de Estado porque el Perú vivía una crisis de seguridad producida por el terrorismo y el narcotráfico; Pearl Harbor fue la excusa perfecta para que Roosevelt internara a todos los estadounidenses japoneses; Ferdinand Marcos se agarró de una temible amenaza comunista y Bush pudo empujar la Ley USA PATRIOT después del atentado del 11 de septiembre. Todas esas medidas violaron derechos humanos, atentaron contra libertades y concentraron poder.
Es normal, porque es verdad que en situaciones extraordinarias se requieren medidas extremas y por eso la mayoría de las constituciones liberales contemplan poderes de emergencia para el gobernante en turno. Lamentablemente, los gobernantes aprovechan esas crisis (reales o inventadas) para sembrar primero y medrar después, con el juego del demonio interior. Se trata de una amenazante característica que de pronto se ve en el ciudadano de enfrente. El otro. De pronto, el vecino que no está de acuerdo con el golpe de Estado de Fujimori puede ser un terrorista. El colega que defiende a los estadounidenses japoneses es un enemigo de guerra. El que no quiere la Guardia Nacional es sospechoso de muchas cosas. El que pregunta sobre la responsabilidad del Estado en estrategias fallidas podría ser (véanle los ojos, a ver, a ver) un peligroso huachicolero.
Votar por un partido o programa de Gobierno deja de ser un asunto de adscripción política o partidista y se convierte en un serio elemento de identidad, de definición personal. Cada bando (defensores y críticos) ve en el otro a un ser infernal, poseído por el demonio. No vale la pena escucharlo porque no tiene autoridad moral para decir nada. Y ahí, justo ahí, es en donde se desmorona la democracia, porque esta implica una dinámica de cambio (o posibilidades de este) que requiere tolerancia, cortesía y aceptación de que una vez gana uno y otra vez puede ganar otro, pero nunca se elimina al adversario.
Cuando el juego del demonio interior se desata, el juego se bloquea y se convierte en guerra. El otro no debe llegar nunca, jamás. Es una amenaza temible, no un contrincante político.
Obviamente, nadie gana, pero mucho menos los ciudadanos de a pie.