Ideas

El arte como terapia

Alain de Botton es el autor de El arte como terapia (Océano, 2011), un libro que vuelvo a comentar porque me ha permitido considerar el arte desde otro punto de vista, relacionado a una serie de experiencias que me gustaría compartir.

Con las obras de arte podemos tener diferentes interpretaciones de nuestra vida, pero, “¿cuántas veces salimos de una exposición decepcionados porque no se lleva a cabo esa experiencia transformadora de la que tanto nos han hablado? ¿Será por nuestra falta de sensibilidad y cultura o será un problema de los museos por la manera como presentan sus obras?”

Entonces, me pregunto, ¿qué sucedería si el arte lo interiorizamos y, al hacerlo, se convierte en una herramienta terapéutica? Esto es lo que voy a ejemplificar para que vean de qué manera me pudo ayudar a compensar algunas de las deficiencias con las que voy dando de tumbos por la vida.

¿Qué pasa cuando a través del arte nos podemos consolar o nos podemos alentar y mejorar nuestro estado de ánimo o qué tal si nos impulsa a reconstruir parte de nuestra vida y con eso, recuperamos la autoestima y mejoramos la calidad de vida?

Rey Lear le propuso a su hija Cordelia, cuando sabía que iban a estar los dos juntos, que de esa manera, “podrían poseer el misterio de las cosas, como si fueran espías de los dioses.” Eso es, conocer el misterio de las cosas, en este otro caso, a través de las artes, como espías de los dioses.

Son tres ejemplos en donde el arte me ha servido como terapia para que, ojalá, hagan un ejercicio parecido y de esa manera explique mejor el alcance del arte en este sentido.

Cuando leí La violación de Lucrecia de Shakespeare me di cuenta cómo nos puede ayudar la poesía a través de la pintura para consolarnos, como le sirvió a Lucrecia, después de haber sido violada por el príncipe Tarquino, hecha polvo, sumida en la impotencia, el desánimo y la depresión; desesperada, se consuela como nosotros también, cuando ve a la reina Hécuba en un cuadro que tenía en su casa:

Ante esta buena pintura llega Lucrecia
para buscar el rostro en que toda desdicha se encuentre.
Ve a muchos en los que algunas penas se hallan,
pero ninguno que albergue toda la desolación y todo el dolor,
hasta que, casi por abandonar, ve a Hécuba mirando con sus viejosojos las heridas de Píramo que yace sangrante bajo el orgulloso pie de Pirro.

También nos sirve para reanimarnos, como sucede cada vez que veo el cuadro que pintó Joaquín Sorolla de su esposa y su hija en una playa de Valencia, una obra que veo y vuelvo a ver, porque cada vez que lo hago me conforta la belleza de las dos mujeres albeando mientras caminan por la orilla del mar, antes de que nos abandonen y nos quedemos con el gozo de haberlas visto y con esto que escribió Gorostiza dando de vueltas:

La sal del mar en los labios, ¡ay de mí!
La sal del mar en las venas y en los labios recogí...

Y por último, lo que me pasó en 2015 cuando estuve convaleciente de una operación, justo después de un viaje frustrado: en 1982 le pedí a Antonio Martorell que nos hiciera un retrato a Catalina, mi esposa, conmigo a su lado, cuando apenas teníamos un año de vivir juntos. El retrato está colgado en la sala y, mientras me recuperaba de esa operación, cada vez que lo veía se me venían a la cabeza los éxitos y fracasos de una etapa de mi vida (1980-1994) que fui ordenando para luego escribirlos y publicarlos como Fe de erratas en la vida de un editor (BonArt, 2017). Recuperé la autoestima recordando todo lo que hice, deshice y amé con pasión, hasta llegar a ser quien soy.

Sin duda, en estos tres casos, el arte funcionó como terapia.

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