El aburguesamiento de López Obrador
Pete Hamill, fallecido periodista neoyorquino, sostenía que los periodistas tenían la obligación de aprender por osmosis las necesidades de una comunidad: viviéndolas, sintiéndolas, padeciéndolas.
En “News is a verb”, Hamill señalaba que el deterioro de los servicios en ciudades estadounidenses en buena medida se debía a que esos problemas no se cubrían adecuadamente porque editores y directivos de muchos medios simplemente no los padecían.
“Una de las verdades más tristes es que demasiados de los editores de los diarios viven en los suburbios, en algunos casos en suburbios muy distantes”, escribió Hamill en ese libro. Por ello, esos mandos verán los problemas desde una burbuja de clase media y alta, en la que para empezar están lejos de los riesgos, por ejemplo los de inseguridad, que enfrentan sus lectores e incluso sus más jóvenes –y menos pudientes– reporteros.
A ese fenómeno, de cualquier persona o dirigente, no sólo de los editores, otros le llaman aburguesamiento. Quizá el Presidente Andrés Manuel López Obrador padece algo parecido a eso: decidió alejarse del contacto con la gente y sus problemas.
Es sabido que en Palacio Nacional se pone una barrera mediante la que se separa al Presidente incluso de los que uno consideraría sus colaboradores más cercanos, esos que llega a ver varias veces a la semana. Entra a las juntas por un costado del salón en que éstas ocurren, y sale sin que nadie se le pueda aproximar, no sólo por cortesía o formalismo, sino porque hay un cordel para marcar claramente una distancia.
La semana pasada hablé aquí de lo elocuentes que resultaban las imágenes del día en que AMLO se reunió con parte de su gabinete para hablar del recorte “franciscano” que aplicará a programas y dependencias. Él y sus colaboradores de Hacienda en una mesa, mientras sus secretarios y otros altos funcionarios en sillas. No era una reunión para discutir, era para dar una instrucción a acatar. No era un cónclave de un equipo que delibera, era la junta de quien dicta con quienes toman nota.
Además de esas imágenes, y de los testimonios de cómo marca distancia incluso en Palacio, hace unos días tuvimos otras dos estampas de cómo entiende el contacto interpersonal el presidente que llegó a jactarse de ir sin escolta por todo el territorio mexicano.
En Sabinas, Coahuila, lugar donde desde hace una semana 10 mineros están atrapados, López Obrador estuvo escasamente una hora el domingo. El mérito de la visita se diluye porque la mayor parte de ese tiempo, dicen los reportes, el Presidente estuvo lejos de las familias que angustiadas esperan noticias de las víctimas del percance.
Si la Defensa o Protección Civil, encargados del rescate, tienen que tratar algo con el Presidente, lo pueden hacer sin verlo en la mina. ¿Por qué prefirió AMLO estar más con quienes son sus empleados en lugar de pasar el mayor tiempo posible con quienes, en la zozobra, aquilatarían el consuelo de viva voz de quien es la máxima autoridad nacional?
Andrés Manuel encarna una presidencia lejana, aislada incluso de los suyos. Salvo una colectivo muy particular, no recibe a víctimas de la violencia, ni mucho menos a otros grupos.
Algo pasó con el mandatario que como candidato no temía el contacto popular incluso en donde pocos se atrevían a viajar. Qué ocurrió para que ahora sea noticia que (el fin de semana) “un niño rompió el cerco de seguridad” del Presidente para darle una carta en donde aboga por su padre encarcelado.
AMLO también se subió a la Suburban, se alejó de la gente… y de sus problemas.
Salvador Camarena
sal.camarena.r@gmail.com