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El Joker anda suelto

Más de ocho días después del asesinato del afroamericano George Floyd en Minneapolis, las protestas contra el racismo y la brutalidad policial en Estados Unidos continúan, pero al mismo tiempo, sin perder la esencia del reclamo original, se ha dado un giro importante en los últimos días, al realizarse actos vandálicos en barrios exclusivos y de altos ingresos en las grandes ciudades del país, y en contra de tiendas asociadas con la bonanza económica. Ya no es sólo la lucha racial la que motiva las manifestaciones, sino también el resentimiento acumulado, con justa razón, por la desigualdad. Ahí no hay color de razas, sino estamentos de la sociedad para quienes les asignaron un papel de segunda clase.

El último símbolo de la opulencia, Saks Fifth Avenue, en Nueva York, amaneció el miércoles tapiado y acordonado con alambre de púas. El lunes fue saqueado Macy’s, junto al Empire State, y previamente el barrio de SoHo. En Chicago, la violencia se trasladó a la zona de “La Milla” en la avenida Michigan, repleta de tiendas de lujo, hoteles de cinco estrellas y los mejores restaurantes de la ciudad. En Los Ángeles, el vandalismo llegó a Rodeo Drive, la pequeña calle al oeste de la ciudad que concentra algunas de las tiendas más lujosas del mundo, y Beverly Hills, símbolo de la opulencia. Cerca de ahí, en Santa Mónica, el vandalismo se concentró en las tiendas de Apple y Nordstrom.

Varias de las zonas a donde se han trasladado las protestas en las grandes ciudades eran barriadas, donde vivían hacinados los negros, que sufrieron profundos y dolorosos procesos de regeneración urbana. La gentrificación, el anglicismo como se le conoce, atrajo personas de alto ingreso a zonas depauperadas para captar inversiones y cambiar su fisonomía económica y cultural. En Estados Unidos fue notable el inicio de la gentrificación en los setenta, con la eliminación de las rentas congeladas y el cambio de uso de suelo.

El primer barrio que lo vivió fue SoHo, en el Sur de Manhattan, donde sus bodegas se convirtieron en espaciosos pisos sin paredes que inicialmente fueron rentadas por artistas para montar sus estudios. De ahí siguieron arrendatarios de mayores ingresos, restaurantes, galerías y boutiques, que fueron desplazando a quienes menos tenían. Una vez la prensa preguntó al alcalde Ed Koch qué pasaría con los pobres que vivían en el área, y respondió: “Que se vayan a vivir al río”. Lo que sucedió en SoHo pasó en Washington en los ochenta, donde la ciudad de los pobres comenzaba en la calle 14, a dos calles de la Casa Blanca, y llegaba hasta el Río Anacostia, transformando la ciudad a costa de los que menos tenían.

Ni ahí, ni en otras grandes ciudades hubo esfuerzos para el desarrollo de quienes menos tenían y su inclusión. Todo fue marginación y violencia. Desde las movilizaciones contra la guerra de Vietnam en los sesenta, la sociedad no se había expresado violentamente hasta ahora, salvo por cuestiones raciales. El asesinato de Floyd, a quien un policía asfixió con su rodilla sobre su cuello en una calle de Minneapolis, fue el catalizador de los múltiples agravios, que se han acelerado con la personalidad del presidente Donald Trump, un déspota narcisista, con un liderazgo fracturado, que está aislado en la Casa Blanca no sólo por la violencia que amenaza la sede del poder de Estados Unidos, sino porque el aislamiento que le empiezan a hacer las élites.

Cuando la Casa Blanca estaba siendo acosada y preparándose el ataque, el Gobierno tuvo que sacar a todas las agencias de seguridad federales para apoyar a la Policía metropolitana y la Guardia Nacional que no podían contener a los manifestantes, Trump le pidió apoyo al gobernador de Virginia para que enviara a la Guardia Nacional, pero se lo negó. Los rondines que realiza el Servicio Secreto en casos de emergencia a las embajadas de México y Canadá, que se encuentran en el perímetro de la Casa Blanca, fueron cancelados porque todo el personal fue acuartelado para cuidar a Trump.

El ex presidente George W. Bush se deslindó de Trump y tomó partido por quienes condenan el racismo y la brutalidad policial. En un discurso esta semana en Filadelfia, el precandidato demócrata a la Presidencia, Joe Biden, dijo: “Donald Trump ha convertido este país en un campo de batalla dividido por viejos resentimientos y temores frescos. ¿Es esto lo que somos? ¿Es lo que queremos ser? ¿Es lo que queremos dejar a nuestros hijos y nietos? Temor, coraje, imputaciones ¿en lugar de buscar la felicidad? ¿Incompetencia y ansiedad, autoabsorción, egoísmo?”.

Las manifestaciones han mostrado las huellas de la anarquía por la falta de un liderazgo, y abierto canales reivindicativos que no se habían expresado anteriormente, como el cambio de violencia hacia los barrios de alto ingreso y buscar como objetivos aquellas tiendas que los representan. Racismo y pobreza, marginación y desigualdad, son un cóctel explosivo, que trae a la memoria la película Joker, exhibida en México como Guasón.

En una crítica a la película en IndieWire, un portal para directores independientes, la industria y los cinéfilos, David Ehrlich escribió en ese entonces: “Es una película sobre los efectos deshumanizantes del sistema capitalista que engrasa la escalera económica, borrando la línea entre la riqueza privada y el valor de la persona, hasta que la vida misma pierde su valor absoluto. En escala personal y política, Joker encuentra que las cosas en este mundo necesitan estar muy, muy mal, antes de que la gente se preocupe por cambiarlas. El trauma transforma”.

Joker era un thriller oscuro y violento, donde el guion de Todd Silver, al confrontar lo ficticio con lo real, provocó una introspección nacional. Ahora toda esa sociedad distópica emergió, sin saberse cómo avanzará y en dónde terminará.
 

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