Ruido y poder: guerra de bandas
La guerra por el derecho a la música de banda en Mazatlán, que libran hoteleros y restaurantes populares en la playa, pone sobre la mesa algunas cuestiones sobre el ruido que vale la pena pensar. ¿Dónde termina el derecho de quienes ponen la música y comienza el derecho al descanso del otro?, ¿cuándo podemos considerar que el ruido -sea música, cohetones, motocicletas, perifoneo, celebración deportiva o religiosa- es un derecho cultural de quienes lo emiten y cuándo un abuso?
No es fácil poner el límite. Los cohetones en la fiesta religiosa suelen ser uno de los casos más controvertidos. Son una tradición popular que viene de siglos atrás. En los contextos urbanos este tipo de pirotecnia, que tenía como función hacer saber a los lejanos que la celebración iba a comenzar, tienen poco sentido. Todas las tradiciones mutan, nadie recuerda cuál era el sentido original de esto o aquello, todas son reinterpretadas y resignificadas. Hoy los cohetones a las seis de la mañana son más una marca territorial del señor cura y una tortura para los vecinos. Las autoridades, sin embargo, no se van a meter con los curas, como tampoco los hacen con los narcos.
En el fondo, el ruido es una forma de poder. Imponer al otro mi música, mi celebración o el ruido de mi moto, lo que exhibe es quién puede qué. El que se pasea en una camioneta escuchando un corrido a todo volumen, el grupo de jóvenes que baja a la playa con su bocina obligando a todos a que escuchen su música, están imponiendo su cultura. El templo o la tienda que sacan las bocinas a la calle o la banda de motociclistas que circulan por la ciudad haciendo innecesarios arrancones sólo para hacer ruido lo quieren es que los volteen a ver, están apropiándose del territorio. Aquí mando yo, es el mensaje.
En medio del ruido están siempre unas autoridades omisas. Un poder público incapaz o sin voluntad de hacer cumplir la ley. Por supuesto que tener leyes y reglamentos es necesario, pero de nada sirve si no hay quien la haga cumplir. En la guerra por la banda en Mazatlán hay un contexto que viene de muchos años de incapacidad de hacer cumplir la norma. El problema no es la música de banda sino la falta de control de las autoridades incapaces de ordenar lo que sucede en el espacio público.
Todo ciudadano o entidad debería hacerse cargo de su ruido: el cura o el pastor hacerse de que del sonido no salga del templo; el restaurante y el bar de insolar sus establecimientos para que la música quede dentro de sus paredes; los motociclistas de gastar en un silenciador; nosotros mismos de controlar el volumen de la música que escuchamos en el auto o la casa. Como principio parece sensato, pero qué hacemos con la cultura. Somos pueblos de cultura ruidosa. Hemos hecho del ruido una forma festiva y recientemente un acto de poder.
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