La corrupción como insulto; la corrupción del lenguaje
En México corrupto es un insulto, no una categoría moral, mucho menos una acusación formal. Si algo ha logrado el Presidente López Obrador es vaciar y vulgarizar la palabra corrupto. Corrupto no es aquel a quien se le prueba el delito de peculado, desvío de fondos o tráfico de influencias. Corrupto es quien le cae mal, le hace sombra o no comparte su idea única de país. Los corruptos de verdad, que están en uno y otro bando, viven en santa paz, sabiendo que lo peor que les puede suceder es salir en la Mañanera o que te acusen en redes, incluso en medios de comunicación, pero nadie los va a perseguir.
Estamos llegando al final del sexenio y al igual que pasó con Fox no hay peces gordos en la lancha. A diferencia del panista, López Obrador supo hacer que picaran, pero a ninguno lo pescó. Al igual que Fox, los escándalos de corrupción en su administración opacaron los pecados, los reales y los imaginados, de los gobiernos anteriores. Comparado con el fraude en Segalmex todo se hizo chiquito, pero, sobre todo, el discurso de combate a la corrupción perdió toda credibilidad.
¿Tiene algún efecto que López Obrador y sus seguidores acusen a Xóchitl Gálvez de corrupta o que la oposición señale a Rocío Nahle de enriquecerse con la construcción de la refinería en Dos Bocas? No, mientras ni una ni otra sea procesada judicialmente. Los seguidores de Gálvez no le creen al Presidente, y los de el Presidente, y por tanto de Nahle, no creen a los voceros ni a los medios asociados con la oposición. Es un juego de suma cero.
El problema de llevar la corrupción a la categoría de insulto y no de delito es que sólo favorece a los corruptos. Como en un pleito infantil (Imaginemos la escena: - ¡Tonto!; - ¡Tú más tonto!) en la batalla verbal contra la corrupción no hay ganador porque ninguno de los dos pasa al acto. Cuando dos niños se dicen tonto es muy probable que ambos tengan razón, pero no son los datos -en este caso de IQ- lo que está en juego; cuando dos políticos mexicanos se dicen mutuamente corruptos, pasa lo mismo.
La peor herencia de nuestra clase política ha sido la corrupción del lenguaje. A fuerza de abusar de las palabras, de convertirlas en discurso ramplón, éstas perdieron su sentido y su fuerza; fueron vaciadas de contenido para dejarlas sólo como una coraza de sílabas vacías. No se puede moralizar la política -y ese ha sido quizá el gran error de López Obrador- sin revalorar la palabra. Y no “la palabra” en el sentido macho del término de los pretendidos “hombres de palabra” cumplidores y bragados, sino semántico.
El día que la palabra “promesa” vuelva a significar “obligarse a hacer algo” y no ocurrencia; cuando “honesto” signifique nuevamente “cualidad de decente, decoroso, razonable, honrado” y no amigo o comparsa; el día que el corrupto sea “el que soborna, el que destruye” y no el enemigo en turno, entonces podemos hablar de que hemos iniciado el combate a la corrupción.
diego.petersen@informador.com.mx