Política sorda
Uno de los síntomas más comunes de la enfermedad de poder es la sordera. Los políticos dejan de escuchar lo que no les gusta. Se convierten en sordos selectivos. Sus oídos sólo captan los tonos de halago, distinguen de inmediato el timbre zalamero de quien los reconoce. Por el contrario, su sistema auditivo bloquea todo aquello que sea en tono crítico o en ritmo de contrapunto.
En la obsesión por hacer y trascender, no cabe la duda. Encarrerado el sexenio lo que importa no es el rumbo sino la velocidad. El que cuestione se baja; la lealtad es el valor máximo. Los que protestan son opositores, no tienen legitimidad, porque sólo quieren afectar al supremo gobernante.
Da igual si hablamos del Presidente López Obrador o del gobernador Enrique Alfaro. Con estilos y en situación política muy diferente, ambos coinciden en la intolerancia a la crítica y la incapacidad de escuchar. Cuando Tatiana Clouthier dice en su carta de renuncia que su posibilidad de aportar en el Gobierno había terminado, no significa otra cosa más que el Presidente la dejó de escuchar. Cuando el gobernador Alfaro se esconde de la prensa una semana para no tener que enfrentar las preguntas de los reporteros sobre lo publicado en Proceso es porque no quería oír hablar del tema, sólo quiere que le aplaudan que hay una nueva ruta de transporte. Si una madre buscadora hace huelga de hambre afuera de Casa Jalisco es porque no ha encontrado quién la escuche en el Gobierno. Si los palacios, sea el Nacional o el de Gobierno de Jalisco, se rodean con murallas de metal cada que hay una manifestación es porque adentro nadie quiere escuchar.
Los políticos en el poder oyen, pero no escuchan. Se ufanan de ser muy demócratas porque dicen respetar la posibilidad de que el otro grite, se desgañite y diga lo que tenga que decir. Los opositores tienen derecho al pataleo, pero nunca tendrán el privilegio de ser escuchados. Para el poderoso darle la razón a otro es una muestra de debilidad. Pueden incluso decir “cambié de opinión”, como lo hizo el Presidente y aún en esos casos es un acto de soberbia, no de humildad: Yo, el que decide, cambié de opinión y nadie tiene derecho, ni siquiera los que votaron por él, a saber por qué el Presidente que siempre dijo en campaña que había que regresar al Ejército a los cuarteles, hoy lo quiere en las calles. De la misma manera, nadie tiene derecho a preguntar al gobernador por qué el mismo que se quejaba de los políticos que no daban la cara hoy se esconde.
Escuchar implica estar dispuesto a reconocer errores. Quizá por eso la política es sorda.