Ideas

Diario de un espectador

Atmosféricas. Un viento frío alcanza a este valle. El creciente número de vagabundos que recorren las calles del barrio hace preguntas a las que nadie responde. Solamente los pájaros, sus compañeros de vuelo, sabrán las respuestas. Las noches ven a estos habitantes buscar con calmada deliberación sus puestos de vigilia desde donde cuidan y justifican la ciudad.

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Hoy recuerdo a los muertos de mi casa
Al que se fue por unas cuantas horas
Y nadie sabe en qué silencio entró.

Esta casa de aire y de ondas temblorosas, esta casa que de a poco van desertando las presencias queridas, las que enseñaron a vivir, las que tejieron una duradera red de afectos y queveres, las que ayudaron de muchas maneras a estar en la tierra, las que se mecieron en la intermitencia o el cotidiano comercio de amistad, de indispensable alimento por los días. Los versos de arriba son de Octavio Paz, en su prodigiosa Elegía interrumpida. Es un poema esencial y útil para construirnos después de tantas perdidas, después de cada tarascada sangrienta de esta vida que nos va dejando sin amigos y maestros. Lo que sigue es una enumeración de quienes alguna vez habitaron la casa de la mirada, de la fraternidad y la irreemplazable compañía terrena.

La lista proviene de la enumeración de correos electrónicos aún vigente. Cada semana, de algún manera, los correos alcanzan la ya tenue presencia en las redes; casi ninguno de los diez emite un “no se encontró al destinatario”, así que quizás alguien de las casas hasta donde el recado llega leerá el correo fatalmente fallido, y pueda acordarse de que para ellos, los ahora muertos, se escriben también estos renglones desbalagados. De aproximadamente 250 destinatarios, van ahora diez que se murieron. Apenas, a estas alturas, son menos del cinco por ciento de la lista del corazón y de la admiración por gentes que supieron, que enseñaron a vivir la vida. Van algunas viñetas en su honor, agradecimiento y rememoración. Viven ahora en el cielo, y el resplandor de las estrellas brilla más intenso gracias a estos siempre tempranos convocados por la muerte. Un preciso día, habrá muerto el último de los 250: brille ahora entonces la duración de tanto Blade runner, de tanto privilegio y honor de ser conocidos.

Eduardo Padilla Martínez Negrete. Arquitecto de excepción, realizó la mejor arquitectura industrial de este país, y probablemente de muchos otros. De una arrolladora apostura, con sus casi dos metros de estatura, era una presencia formidable, inolvidable. Vivió la mayor parte de su vida en Monterrey, y junto con Carmen Silva Villaseñor su bellísima mujer, contribuyeron grandemente a civilizar a la clase alta regiomontana: le enseñaron discreta y encantadoramente a vivir a la tapatía. Pero Eduardo supo muy bien rifarse por los obreros, por los que menos tenían. Estudioso de la arquitectura norestense, dejó tras de sí rigurosos tratados que es preciso aprovechar como uno de sus legados.

Carlos Ashida Cueto. Maestro por excelencia del buen gusto y la discreción. Supo ganarse el afecto de todos. Su carrera como galero y curador es luminosa, inteligente, contribuyendo definitivamente a la cultura tapatía y nacional a través de exposiciones, publicaciones, conversaciones que siempre sabía llevar con gentileza, muy alejado de arrogancias dañinas ni críticas no fundamentadas en su amplia cultura artística y regional. Cada vez hace más falta su voz mesurada y certera, su presencia serena y a la vez atrevida, peligrosa al filo de sus obsesiones y encuentros.

Francisco Barreda García. Otro galero excepcional y precursor de todo el arte que ahora está en activo. Conocedor absoluto de su barrio natal, Mexicaltzingo y muchos lugares más. Cuesta trabajo encontrar a alguien con comparable bonhomía y cáustico humor suavizado por su íntima bondad. Funcionario ejemplar, supo hacer de su servicio un ejemplo permanente de orden, puntualidad, respeto por el trabajo de cada artista con el que laboró. Miembro antiguo de las comidas de la Alemana, siempre para él habrá una silla vacía, un lugar para depositar todo el afecto que tan bien supo ganarse.

Juan José Barragán. Amigo de la infancia reidora y traviesa.  Músico notable, simpatía relampagueante y constante. Enviador de e mails fulminantes y extraordinariamente bien escritos. En sus últimos días le avisó con toda franqueza a este espectador de unas comunicaciones demoledoras acerca de ciertos escritos sobre su tío abuelo Luis Barragán. Ya nunca llegaron, para la desdicha del escribidor, ávido de correcciones y precisiones. Sigue ahora jugando, con enjundia y genio, el párvulo futbol en el jardín de la casa paterna.

Guillermo García Oropeza. Gran escritor, dueño de una voz única y entrañablemente provinciana en el mejor de sus sentidos. Brillante conversador, dueño de historias y salidas insospechadas.

Melancólicamente hombre de letras, había dedicado años a su profesión de arquitecto. Él mismo decía que era el autor de una obra menor, lo que al final fue falso. Alguna vez tendremos, a lo mejor, sus obras ahora muy dispersas reunidas, comenzando por la inolvidable La balada de Gary Cooper, pasando por su entrañable Devoción de Arreola y por la reunión de sus numerosísimas columnas periodísticas. Una suave tristeza, mansa y penetrante era su signo. Dejó sobre la mesa de las comidas Alemanas su amistad y su genio oscuro y a la vez luminoso.

Enrique Dau Flores. Visionario y proteico, no hubo sendero en su actividad profesional, la ingeniería, que no hubiera recorrido fecundamente. La calidez y generosidad, la atención de su trato eran ejemplares y más que queribles. Chivo expiatorio cuando fue alcalde de Guadalajara a resultas de las explosiones del 22 de Abril, afrontó con más que ejemplar entereza su prisión, en donde se avocó inmediatamente en la labor social de liberar a todos aquellos que no lograban afianzar su libertad. Ir a visitarlo era una fundamental lección por siempre. Animador indispensable del gremio ingenieril, ejemplar funcionario público, industrial poderoso y justo, dejó a su muerte un hueco irremediable y múltiples enseñanzas para quienes tuvieron la suerte de tratar con él.

Francisco Martínez Negrete. Poeta deslumbrante, vida de fulgores y claroscuros, amigo leal y constante. A sus diecisiete años provocó entre los que vivían la temporada en Chapala un controvertido huracán de enamoramientos y fraternas amistades. Su pasaje en la India fue fundamental en su trayecto. Escapó de morirse allá de una feroz infección por la cual estaba ya desahuciado viviendo en una casucha de un pueblo perdido al fondo de Pakistán. Fue el remedio de yerbas que le dio un humilde y viejo transeúnte lo que salvó su vida. Su poesía, para los de esta generación, fue indispensable. Simplemente el título de su final poemario es todo un programa para su existencia tormentosa y enamorada de todas las mujeres posibles: Quién te supiera espejismo. Y entre uno y otro de esos espejismos rindió su postrer aliento. Nunca será olvidado ni dejará de ser extrañado.

Gabriel Casillas Moreno

Maestro histórico y entrañable en la Escuela de Arquitectura del Iteso, en donde perteneció a la bizarra primera generación de egresados. Sus clases de Geometría descriptiva eran cristalinas en su claridad y belleza. Solvente y macizo arquitecto, abrazó desde temprano el servicio público con ejemplar limpieza y entusiasmo. Precursor e inventor de la Procuraduría de Desarrollo Urbano, supo llevar ese título con energía y creatividad durante su gestión. Entendía como pocas gentes a la ciudad, sus devenires, su futuro. Voraz comensal en los desayunos con chilaquiles del Hotel María Isabel, junto con Pepe Pliego, vertía su ironía cáustica y su sabiduría urbana con desparpajo y humor.

José Pliego Martínez era el espejo absoluto de un caballero. Arquitecto cabal, dejó algunas notables muestras de su talento, empezando por la casa que compartió con Licho, su adorable mujer, y sus hijas. Fue responsable de la injustamente bocabajeada Plaza Tapatía, de centenares de planes urbanos, de iniciativas de ley, de intervenciones muy diversas. Fue a dormir la siesta, ya no volvió. Fue la muerte misericordiosa para el creyente imbatible que era. Sus tan extrañados desayunos en los chilaquiles, junto con Gabriel Casillas y este espectador serán recordados como un surtidor de sutiles o palmarias enseñanzas, de invariable educación y buen humor. Gran maestro, recio creyente, afectuoso amigo: su tránsito a la gloria del Señor fue instantáneo.

Lucio Jiménez Ibarra. Una estrella oscura guio sus últimos pasos. Fue el entrañable compañero desde los párvulos y toda la vida. Su combi navegó hasta Monterrey una vez para que Lucio encontrara en el Padre Vela alguna luz, algún consuelo. La madrugada nos halló cruzando el desierto de Zacatecas exactamente a cincuenta por hora. Un rato paramos en el monumento que marca al Trópico de Cáncer: una sensación de irrealidad y maravilla duró desde entonces. Aventurero, recio retador de disciplinas y elementos. Surfeando pasó sus más claros momentos. Niño consentido, dueño de una belleza frágil desde lo alto de su breve estatura. Una centella final le alumbró el camino a la casa del Padre.

jpalomar@informador.com.mx

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